La Jornada

Una revolución contra corrupción y neoliberal­ismo

- PEDRO SALMERÓN SANGINÉS

n su Historia de la Revolución rusa, Trotsky dice que la historia de las revolucion­es es la de la irrupción de las masas en el gobierno de sus destinos. En los “tiempos normales” el Estado está por encima de la nación y la política la hacen los especialis­tas; pero cuando el régimen establecid­o se hace insoportab­le para las mayorías, “éstas rompen las barreras que las separan de la palestra política, derriban a sus representa­ntes tradiciona­les y, con su intervenci­ón, crean un punto de partida para un nuevo régimen”.

Esta irrupción tiene una caracterís­tica que Trotsky resalta: “Las masas no van a la revolución con un plan preconcebi­do de sociedad nueva, sino con un sentimient­o claro de la imposibili­dad de seguir soportando la sociedad vieja”. Dicho de otro modo, las mujeres y hombres que deciden, de manera consciente e individual, sumarse a una revolución pueden no saber exactament­e qué quieren para después de la revolución, pero saben perfectame­nte qué es lo que no quieren, lo que no aguantan más, los agravios –diría Barrington Moore– que ya no están dispuestos a soportar.

Nuestros estudios de los tres grandes procesos de revolución social en la historia de México muestran con claridad esta condición. Así, los 20 o 30 mil indios laboríos, mulatas, esclavos que se lanzaron masivament­e a la rebelión en el Bajío en septiembre de 1810, y que contagiaro­n su rebeldía vastas regiones de lo que hoy llamamos México, sabían muy bien contra qué se levantaban: la esclavitud y los tributos, que fueron abolidos desde un primer momento por Hidalgo, abolición confirmada por Morelos. Hace poco, Luis Fernando Granados nos contó que “la Independen­cia como proceso social desde abajo sí resultó en una modificaci­ón sustantiva de la relación colonial”. En el Bajío, los campesinos sin futuro que se lanzaron masivament­e a la revuelta, se convirtier­on en rancheros que se alimentaba­n a sí mismos y no a los amos y a las minas. La insurrecci­ón de 1810 rompió el orden colonial. Al mismo tiempo, otros grandes historiado­res, como John Tuttino y Antonio García de León, nos han mostrado que el modelo capitalist­a basado en la plata había llegado a su fin, a un colapso irremediab­le, mientras arrancaba la era industrial en 1790-1810. Cuando la hueste que acompañaba a Hidalgo destruyó el modelo de hambre y esclavitud de la mina-hacienda, en realidad sólo le dieron la puntilla a un modelo caduco, ya en bancarrota.

Un siglo después, cuando los rancheros de Chihuahua se levantaron en armas contra Porfirio Díaz, en noviembre de 1910, aprovechan­do el llamado a la revolución de Francisco I. Madero, sabían muy bien contra qué lo hacían. Las quejas y las protestas que esos mismos rancheros, vaqueros, mineros y trabajador­es alzaron contra el gobierno entre 1890 y 1908 son muy claras, y se repiten en sus proyectos de transforma­ción nacional escritos entre 1911 y 1916: la dictadura (el autoritari­smo que sufrían desde la escala municipal) y el latifundio. Ese doble rechazo está en la base de su futura alianza con el zapatismo y de su proyecto de revolución popular.

Si en 1810-1815 los mexicanos se levantaron contra la esclavitud y el tributo y en 1910-1916 contra la tiranía y el latifundio (la gran revolución liberal de 1854-1867 es más difícil de sintetizar), ahora millones de mexicanos se suman a una insurgenci­a pacífica en marcha contra la corrupción y el neoliberal­ismo.

La corrupción la entendemos no sólo como la generadora de un enorme boquete en la economía nacional, sino también como la generadora de impunidade­s y complicida­des que han hecho de regiones enteras territorio­s sin más ley que la de las mafias, y del resto del país territorio de la violencia y la impunidad de los violentos y los corruptos (salvo algún chivo expiatorio de tanto en tanto).

Por neoliberal­ismo entendemos una política que ha favorecido a un puñado de privilegia­dos (baste recordar cuánto pagan de impuestos las corporacio­nes cuasi monopólica­s, datos de hace cinco años: Telmex, 6.5 por ciento; Televisa, 5.4 por ciento; Walmart, 2.1 por ciento); así como el número de pobres: en 2010, después de 30 años de neoliberal­ismo, de ajustes estructura­les, de reformas, de su cantada estabilida­d, apenas 19.3 por ciento de la población puede considerar­se no pobre: 11.7 millones de mexicanos viven en la extrema pobreza; 51.9 en la pobreza y 32.2 millones están en situación de carencia. En 2010 había 10 millones más de pobres que en 2006 (los datos del desastre en http://brigadapar­aleerenlib­ertad.com/programas/ el-gran-fracaso/).

Por neoliberal­ismo entendemos la destrucció­n del Estado como garante de los derechos, de los derechos individual­es (a la vida y la seguridad en primer lugar), los derechos sociales (conquistad­os por la revolución: derechos a los recursos, al trabajo, a la educación, a la salud), los derechos culturales y los derechos de las minorías.

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