“¡Fue –y volverá a ser– el Estado!”
lo sucedido. ¿Acaso entendemos bien la relación que guarda un gobierno municipal manejado por el narco, con el gobierno estatal, el gobierno federal, y el funcionamiento de los partidos políticos? Creo que no.
Parte de la razón de esa dificultad mana, me parece, de la relación compleja que tienen las tropelías del Estado con la historia de la transición democrática. Específicamente, cuesta trabajo entender la relación entre el dinero negro, los partidos políticos y los diferentes pedazos del Estado que actúan o que solapan en un desastre como el de Ayotzinapa.
En México, la historia del narco se engarza con la historia de la transición democrática y forma parte orgánica de esta historia. Nos cuesta trabajo entender esto, porque usualmente preferimos imaginar la historia de la transición democrática a partir del movimiento de 1968, siendo que, en realidad, los contornos de nuestra transición quedaron mucho más marcados por lo ocurrido en los años 80 y 90. Debido a este prejuicio, solemos pensar en la transición democrática como un proceso creciente de representación de sectores sociales antes marginados, pero que finalmente operaban en la economía legal.
Si pensamos, en vez, que la transición se dio en los años en que quebró el campo mexicano y en que el narco se convirtió en fuente de crédito, de trabajo y de poder político incontestable en varias regiones, la imagen de la transición cambia: en lugar de ser la expresión de una lucha por la representación política