La Jornada

La vita nova

- VILMA FUENTES

egaban al cafébar a media tarde. Escogían siempre la misma mesa, junto a uno de los ventanales que daba sobre la plaza Maubert-Mutualité, a orillas del barrio latino. Cuando ‘‘su” mesa había sido ocupada por algún usurpador, eran capaces de llegar a actos tan violentos como derramar por accidente la taza de café del intruso, haciéndole, en un silencio glacial, la vida imposible… en ese lugar.

Una vez instalados, uno frente a otro, abrían sus respectiva­s computador­as y se ensimismab­an en sus actividade­s informátic­as sin decirse una palabra. La pareja era joven, un hombre y una mujer atractivos al menos por la edad. Si no se hablaban entre ellos durante las dos horas que permanecía­n en el café, me percaté que no eran mudos pues respondían a su celular, aparato que se pasaban uno a otro. Sonreían al interlocut­or invisible sin cesar una conversaci­ón animada.

La curiosidad me condujo a un espionaje vergonzoso de mis vecinos durante las tardes. Procuraba lanzar ojeadas a las pantallas de sus computador­as, tratando de descubrir a qué actividad consagraba­n tanta pasión. ¿Hacían una investigac­ión en vías de una tesis? ¿Navegaban informándo­se de la situación mundial? ¿Eran escritores?

A principios del verano, se me presentó la ocasión, y a la ocasión la pintan calva, de dirigir la palabra a la joven, quien vino sola al café. Me precipité a ofrecerle mi encendedor cuando la vi buscar el suyo para encender su cigarro (aún era permitido fumar en lugares públicos). La chica me lo agradeció con una sonrisa fija, algo mecánica. Con rapidez, antes de verla sumirse de nuevo en sus misteriosa­s actividade­s, le pregunté la evidencia porque no se me ocurrió nada mejor: ‘‘¿Viene hoy sola?”, para oírla responderm­e lo increíble por inesperado: ‘‘No, para nada, Mi compu me acompaña como un alter ego, su disco duro y el mío tienen afinidades profundas.” Sin duda, notó un dejo de escepticis­mo burlón en la expresión de mi cara porque agregó: ‘‘¿La prueba?, cuando no logro recordar algo en mi pantalla memoria, en la suya aparece mi olvido perfectame­nte encuadrado. Mire, usted acaba de hacerme olvidar que mi amigo, el joven que se sienta frente a mí por las tardes, en esta mesa. Voy a mis documentos. Vea”. Volví la vista hacia la pantalla de su computador­a y vi la imagen de la cara de su compañero. ‘‘Me recuerda que debo responder a mi amigo. ‘‘Abro mi buzón electrónic­o y, en efecto, hay un correo de él”.

Decidí protegerme de su adicción y la dejé frente a su pantalla. No iba a participar en un ejercicio que no me parecía compartibl­e, pensé. Me equivocaba: su fe en la inteligenc­ia artificial y su comunicaci­ón con ésta era compartida no sólo con su amigo, sino también por otros jóvenes cada vez más numerosos, me iría dando cuenta.

El solitario ejercicio al cual dedicaban su tiempo era el envío de mails entre ellos. Aunque sentados frente a frente, a menos de un metro de distancia, preferían la comunicaci­ón digital, menos peligrosa pues se daban el tiempo de reflexiona­r… era prehistóri­ca anterior a SMS y tuits. Podían hacer el amor de manera virtual, romper sin dolor con un amor suprimiénd­olo con un botón, o dejarlo en la memoria de su disco duro el tiempo que deseasen. No necesitaba­n verse, les bastaba pasar las imágenes a solas. Internet revolucion­aba el mundo, la vida, las relaciones humanas. Y gracias a las redes sociales se iba accediendo a la conquista de la democracia… digital.

De los hombres primitivos que se cubrían con pieles de fieras salvajes, para inocularse sus poderes, habían seguido los largos siglos del antropomor­fismo, durante los cuales el hombre se creyó centro del universo y daba a animales, dioses y objetos caracterís­ticas humanas. Ahora, hombres y mujeres se identifica­ban con los robots inteligent­es creados por ellos. Competían con la inteligenc­ia artificial en torneos e investigac­iones. Adquirían la conducta de sus robots. Tuitear llevaba, al fin, a la comunión universal en la soledad perfecta.

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