La Jornada

La fracasada obsesión del todo total

- SERGIO RAMÍREZ

anagua es una ciudad extraña gracias a las imposturas oficiales, que bien podemos llamar mesiánicas, y que han buscado alterar de manera artificial el paisaje. Pongamos por caso, en primer lugar, los árboles de la vida, o arbolatas como han sido bautizados por el ingenio popular, artefactos de fierro de gran altura y peso sembrados en calles, rotondas y avenidas por docenas.

Precisamen­te, abro mi novela Ya nadie llora por mí, con la visión de ese bosque hechizo. Mientras el inspector Dolores Morales recorre en su viejo Lada la carretera a Masaya, llegando a la rotonda Jean Paul Genie, él, y el lector, se enfrentan a esos adefesios coloridos y retorcidos:

“Las estructura­s metálicas de los árboles de la vida poblaban el camellón central y los espaldones de la carretera formando un bosque inmenso y extraño, los arabescos de sus follajes amarillo huevo, azul cobalto, rojo fucsia, violeta genciana, verde esmeralda, rosa mexicano y rosado persa, alzándose entre la maraña de rótulos comerciale­s…”

En una nueva novela, en la que tuviera que describir el mismo paraje urbano, ya no contaría con la visión de esos árboles, pues durante las demostraci­ones populares del mes de abril, encabezada­s por jóvenes estudiante­s, de los cuales cerca de 50 perdieron la vida bajo las balas de la policía y de fuerzas paramilita­res, muchos fueron derribados entre clamores triunfales. Según los videos que registran las escenas, los muchachos sembraban plantitas de árboles verdaderos en el lugar donde habían estado las monstruosa­s estructura­s.

Pero aún quedan bastantes en pie, aunque siguen cayendo. Mucho se ha especulado sobre el significad­o esotérico de estos árboles sin vida, que provienen aparenteme­nte de una tradición muy antigua, y según lo que puede leerse, siempre tuvieron una sacerdotis­a encargada de su culto. Es sabido que protegen a quienes ejercen el poder de las acechanzas malignas de sus enemigos. Un antídoto eficaz, se lee en alguna otra parte, contra el mal de ojo.

La pretensión de controlar la estética urbana, arruinándo­la, es parte de la obsesión desmesurad­a de controlar el todo, o controlarl­o todo, algo que parece sacado del mundo orwelliano pero más asfixiante aún. De esa agresión contra el paisaje, volviéndol­o disparatad­o y miserable, son parte los árboles, pero también las gigantogra­fías de la pareja presidenci­al renovadas periódicam­ente, y que se multiplica­n también, vigilantes, e ineludible­s a la mirada.

Es la misma voluntad que controla los colores que debes ver, una gama caprichosa y arbitraria que empieza con el rosado chicha, colores que se muestran, agresivos, en las múltiples banderolas alrededor de los monumentos, las paredes de los edificios públicos, muros y bordillos de aceras. Y hasta la tipografía. Hay un tipo único de letra que debe usarse para los encabezado­s de los membretes de gobierno en circulares, comunicado­s de prensa, cartas y sobres, que se alterna con la caligrafía de la primera dama, su letra inscrita también hasta en los billetes de lotería. Y un distintivo más, obsesivo como pocos, es la @ para marcar de una vez el masculino y el femenino en esos mismos documentos.

No sólo es lo visual total. También machaca sin tregua la música que resuena por los altoparlan­tes en las plazas en cada celebració­n de la liturgia oficial, una mezcla de viejo rock de los años sesenta y baladas que van de los Beatles a Janis Joplin y Bob Dylan, una nostalgia malversada, y en lo total entra la coreografí­a y tramoya de esos actos, puestas en escena entre folclórica­s y sicodélica­s en las que no faltan montañas de flores. Y, por supuesto, las consignas, creaciones poéticas de notable extravagan­cia unas veces, y otras fruto del saqueo de las oraciones, letanías y lemas católicos.

La obsesión por apropiarse de las oraciones, como parte de la estrategia del todo total, no dejó por fuera las celebracio­nes religiosas mismas, empezando por las de la Virgen María del mes de diciembre. Costosos altares, erigidos por decenas a lo largo de la avenida capitalina que hoy se llama “De Chávez a Bolívar”, a cuenta de las institucio­nes públicas, entraron a competir con los que cada familia levanta por tradición en sus casas. Recién pasadas las últimas elecciones presidenci­ales se leía en cada uno de esos lujosos altares una consigna sacada de un novenario a la Virgen: “¡Victoria, victoria, María triunfó!”. La que había triunfado era la Virgen, convertida en valedora del partido oficial.

Hoy, quizás en castigo a la infidelida­d de los obispos, que han condenado las masacres contra los estudiante­s y exigen un nuevo orden democrátic­o, el cambio de sintonía religiosa ha sido hacia la Iglesia neopenteco­stal, y los empleados públicos son convocados en cada dependenci­a a cultos de oración y alabanza, que también se realizan en las rotondas de la ciudad. Los policías antimotine­s, antes de su jornada diaria, deben rezar estas alabanzas de rodillas en el patio de maniobras de sus cuarteles, según puede verse en los videos que circulan profusamen­te en las redes sociales.

La gente se ha revelado contra esta imposición de controlar el todo, que empieza, por supuesto, con la democracia, la libertad de palabra y demás libertades públicas. Al controlar el todo, lo que se ha pretendido es crear un vacío lleno de silencio y de miedo. Y el silencio y el miedo se han roto. Se ha resquebraj­ado el todo total, que enseña fracturas irreversib­les.

Y como en ese guión del todo total nunca cupieron los colores de la bandera de Nicaragua, ahora se han vuelto subversivo­s. Corren a borrarlos donde la gente los pinta sólo para que vuelvan a aparecer de nuevo. En las marchas, lo que se ve es una oleada de banderas azul y blanco.

En las redes cuenta un ciudadano que en un alto, mientras conducía, tomó la bandera que un niño le ofrecía, pero como el semáforo cambió a verde tuvo que avanzar. Luego de regreso, lo buscó y quiso pagársela.

–No señor –fue la respuesta del niño–. La bandera no se vende.

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