La Jornada

Gran tristeza por una pérdida

- ELENA PONIATOWSK­A

ocos hombres con la nobleza de Federico Álvarez Arregui, cuya vida terminó ayer 18 de mayo de 2018 en Ciudad de México, en un edificio asoleado, al lado de su querida Universida­d Nacional Autónoma de México (UNAM) a la que entregó su vida entera.

Escribió y publicó en 2013 un precioso libro, por su modestia y su lucidez, con el título Una vida, infancia y juventud. También apareciero­n, en Excélsior, en 2009, 134 glosas que él llamó: Vaciar una montaña. También son memorables sus ensayos sobre marxismo y transmoder­nidad, así como su texto sobre Eugenio Ímaz, el filósofo. Conoció a fondo el exilio vasco y al gran Andrés Bello cuyo periodismo dio a conocer. Siempre lo vimos acompañado de Adolfo Sánchez Vázquez y de su suegro Max Aub, a quien apoyó con sus conocimien­tos en muchas de sus conferenci­as y presentaci­ones, pues se casó con la preciosa rubia Elena Aub Barjau, con quien tuvo dos hijos: María Teresa y Federico David Álvarez Aub.

Hombre de izquierda, fue amigo de otros exiliados como Arturo Souto, Tomás Segovia, Carlos Blanco Aguinaga, Luis Rius y José de la Colina. Solía yo encontrarl­o en el suplemento de México en la Cultura que dirigía Fernando Benítez. Entre 1963 y 1965 hizo la columna ‘‘Los libros al día” en la ‘‘Cultura de México” de Siempre! Ahí se hizo amigo de José Emilio Pacheco. Colaboró con Huberto Bátis y la Revista de la Universida­d. Quería entrañable­mente a Vicente Rojo, su amigo y compañero de vida y se preocupaba por su obra y su salud. En su sala colgaron siempre los cuadros de ‘‘Vicente, mi hermano”. Gran traductor de Torodov y Lukács, admiró a Arnaldo Orfila Reynal y trabajó en Siglo XXI Editores. Insobornab­le, la voz alta y libérrima de Federico se levantaba, no sólo en las aulas de la UNAM sino en la calle, en las manifestac­iones, en las marchas, en las grandes discusione­s de los hombres pensantes. Crítico y generoso a más no poder, su rectitud hizo de él un personaje incendiari­o y vehemente. Amigo de Roberto Fernández Retamar, porque su primer exilio a raíz de la Guerra Civil de España fue en Cuba, Federico hará una falta enorme en la docencia y en las humanidade­s universita­rias. Generoso a más no poder, quería darlo todo, sus libros y hasta sus queridos cuadros de Vicente Rojo si eran para una buena causa.

Escucharlo en el aula o en cualquier reunión era motivo de fiesta por su exaltación, su buena palabra, sus gestos casi de bailarín, sus gritos de protesta, sus regaños, su cabellera maciza y generosa como un campo bien sembrado. Así tenía las ideas, muy bien sembradas, erguidas sobre la mezquindad humana, la cobardía y la falta de decisión. Apasionado por las causas sociales, al final de su vida, en su asoleado departamen­to de avenida Universida­d y Copilco, lo cuidaron, admirablem­ente, Lupe (Guadalupe Jacoba Ramírez Ramírez) y su hijo Ulises (quien lo cargaba de la cama al sillón al sol) quienes merecen todo nuestro apoyo.

Federico decía que había que leer a Miguel de Unamuno, Camilo José Cela y Adolfo Sánchez Vázquez. Amó, sobre todo, la obra de Max Aub y la de Luis Buñuel. Maestros como Federico Álvarez no volveremos a encontrar. ‘‘Fede” era una montaña de conocimien­tos a los que todos acudimos. Con razón tituló una de sus obras Vaciar una montaña, porque todos lo vaciamos a él.

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