Sombra verde
MAR DE HISTORIAS
n el barrio donde pasé mi infancia todo cambió. En vez de casas hay edificios y ya comenzaron los gimnasios de cristal y las torres con más de cien departamentos. En el jardín que amarillaba de mimosas hay aparatos para ejercitarse y una especie de zoológico habitado por animales deformes, de material sintético, en los que se dificulta reconocer a un elefante, un león o un cocodrilo.
Lo único que sigue como recordaba es la glorieta con el pirú al centro. Es muy antiguo, nadie sabe quién lo sembró; sin embargo, para todos nosotros era motivo de veneración porque lo considerábamos un abuelo generoso y constante. Un día corrió el rumor de que las autoridades querían eliminar la glorieta y convertirla en un crucero que agilizaría el tránsito.
Varias semanas después, muy poco antes de que comenzaran los trabajos de remodelación y sin consulta previa, nos informaron del cambio. En defensa del pirú, estábamos decididos a impedirlo. El jefe de la cuadrilla, a quien sus subalternos llamaban “inge”, nos aseguró que nadie había considerado siquiera la posibilidad de talar el árbol: iban a trasplantarlo en algún terreno próximo, donde tendría más espacio.
Su argumento era la mejor prueba de su ignorancia y se lo dijimos: un árbol tan antiguo, como el nuestro, al ser desarraigado moriría y con él toda la fauna que se alojaba en sus ramas y su tronco. El “inge”, en respuesta a nuestro repudio, aseguró que cuando viéramos los resultados de sus esfuerzos estaríamos muy agradecidos con él. Dio media vuelta y, sin despedirse, ordenó a sus trabajadores que al día siguiente empezaran a llevar la maquinaria.
En cuanto nos quedamos solos pensamos en alternativas para evitar daños a nuestra colonia y a su símbolo: el pirú. Entre todas, la más efectiva consistía en montar guardia permanente en torno al árbol. No recuerdo cuánto tiempo nos mantuvimos en pie de lucha pero, gracias a eso, la glorieta y el pirú continúan en su sitio.
II
En su tronco permanece el nicho. Es de metal y aún conserva algo del esmalte blanco con que lo recubrimos. A la distancia parece una jaula llena de flores artificiales. En medio del ramillete colocamos el retrato que le tomaron a Carlo el domingo en que celebramos su sexto cumpleaños, sin imaginar que sería el último.
En la foto –que el viento y la lluvia habrán deshecho– aparecía ojeroso, delgadito, con el pelo muy corto y relamido, camisa blanca, corbata de moño y el traje de casimir oscuro que le regalaron sus abuelos para compensarlo de una muy larga convalecencia. Mirarlo vestido como una persona mayor fue motivo de diversión, y para sus padres, un adelanto del aspecto que iba a tener su hijo cuando se convirtiera en adulto.
Aquel domingo, además de celebrar el cumpleaños de Carlo, festejábamos su próximo ingreso a la primaria donde era maestro su primo Irineo, a quien quería y admiraba incondicionalmente. Cuando por broma le preguntábamos al niño qué iba a ser de grande, señalando a su ídolo, respondía: “Maestro, como él.”