La vida en época de la gasolina
C uando se lee a los autores románticos del siglo XIX, no deja uno de asombrarse por la seducción que ejercían las travesías y los paseos por los parajes naturales. Los bosques eran el sinónimo de lo realmente sublime, y los crepúsculos a campo abierto, el gran espectáculo de la naturaleza. Ya existían, por supuesto, el tren de vapor, diligencias con aditamentos complejos y buques de acero. Pero de algo se estaba seguro: el ser humano era un ser bípedo, cuya existencia estaba datada por el mundo que lo entrecruzaba cuando se desplazaba a pie, caminando. No volando (por los aires o el espacio sideral), no aleteando (por los ríos o los océanos), ni tampoco rodando sobre vehículos con tracción de ruedas.
En la segunda mitad del siglo XX, con la masificación de la producción de automóviles y la construcción de carreteras, supercarreteras, periféricos y viaductos, con la pavimentación en general o, mejor dicho, con la pavimentación del mundo –porque no existe ningún rincón en el planeta que hoy no se encuentre asediado por la proximidad o la promesa del pavimento–, esa impresión del hombre como un ser bípedo debió haber cambiado en algún momento, al menos inconscientemente.
El ser humano se transformó en un ser motorizado; instalado, sumergido y asentado en un artefacto llamado coche o automóvil. La primera es una metáfora casi íntima y nocturna; la segunda es particularmente llamativa, algo que se mueve por sí mismo. Un artefacto que rápidamente redefinió la mayoría de los ámbitos de su existencia, pero sobre todo la percepción de su existencia misma. Para los propietarios de un coche –el automóvil define sobre todo un lugar de resguardo–, la vida sin coche dejó de ser vida. Y para los no propietarios, sin un coche, a la vida le faltaba una parte fundamental de la vida misma.
Existen múltiples teorías que intentan explicar el tipo de sangre y ánimos que corren por las venas de este “ser motorizado”, pero existen dos rasgos muy evidentes:
1. El modelo universal del coche que acabó por imponerse es muy parecido a la matriz de una madre: tal vez a cada viaje remite a un retorno a una suerte de cálido y parsimonioso útero original.
2. Es el pequeño y gran oikos de la individualidad moderna. Oikos viene del griego y significa no tanto la casa que habitamos, sino la que llevamos dentro, la que nos habita.
Sea como sea, cada vez que algún viraje, social, político o económico afecta cualquier elemento que define a la vida de los coches –el precio de la gasolina, el abasto, el estado de los caminos, los asaltos en las carreteras, etcétera–, la sociedad moderna responda con una prontitud y una beligerancia que es difícil de encontrar en cualquier otro ámbito de la vida pública. Basta con asomarse a la ciudad de París en la actualidad,