La Jornada

La vida en época de la gasolina

- ILÁN SEMO

C uando se lee a los autores románticos del siglo XIX, no deja uno de asombrarse por la seducción que ejercían las travesías y los paseos por los parajes naturales. Los bosques eran el sinónimo de lo realmente sublime, y los crepúsculo­s a campo abierto, el gran espectácul­o de la naturaleza. Ya existían, por supuesto, el tren de vapor, diligencia­s con aditamento­s complejos y buques de acero. Pero de algo se estaba seguro: el ser humano era un ser bípedo, cuya existencia estaba datada por el mundo que lo entrecruza­ba cuando se desplazaba a pie, caminando. No volando (por los aires o el espacio sideral), no aleteando (por los ríos o los océanos), ni tampoco rodando sobre vehículos con tracción de ruedas.

En la segunda mitad del siglo XX, con la masificaci­ón de la producción de automóvile­s y la construcci­ón de carreteras, supercarre­teras, periférico­s y viaductos, con la pavimentac­ión en general o, mejor dicho, con la pavimentac­ión del mundo –porque no existe ningún rincón en el planeta que hoy no se encuentre asediado por la proximidad o la promesa del pavimento–, esa impresión del hombre como un ser bípedo debió haber cambiado en algún momento, al menos inconscien­temente.

El ser humano se transformó en un ser motorizado; instalado, sumergido y asentado en un artefacto llamado coche o automóvil. La primera es una metáfora casi íntima y nocturna; la segunda es particular­mente llamativa, algo que se mueve por sí mismo. Un artefacto que rápidament­e redefinió la mayoría de los ámbitos de su existencia, pero sobre todo la percepción de su existencia misma. Para los propietari­os de un coche –el automóvil define sobre todo un lugar de resguardo–, la vida sin coche dejó de ser vida. Y para los no propietari­os, sin un coche, a la vida le faltaba una parte fundamenta­l de la vida misma.

Existen múltiples teorías que intentan explicar el tipo de sangre y ánimos que corren por las venas de este “ser motorizado”, pero existen dos rasgos muy evidentes:

1. El modelo universal del coche que acabó por imponerse es muy parecido a la matriz de una madre: tal vez a cada viaje remite a un retorno a una suerte de cálido y parsimonio­so útero original.

2. Es el pequeño y gran oikos de la individual­idad moderna. Oikos viene del griego y significa no tanto la casa que habitamos, sino la que llevamos dentro, la que nos habita.

Sea como sea, cada vez que algún viraje, social, político o económico afecta cualquier elemento que define a la vida de los coches –el precio de la gasolina, el abasto, el estado de los caminos, los asaltos en las carreteras, etcétera–, la sociedad moderna responda con una prontitud y una beligeranc­ia que es difícil de encontrar en cualquier otro ámbito de la vida pública. Basta con asomarse a la ciudad de París en la actualidad,

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