La Jornada

Emotiva despedida de Pizarro y gran faena de Gerardo Adame

- LEONARDO PÁEZ

Los voceros de la empresa anterior, el olvidable Cecetla o Centro de Capacitaci­ón para Empresario­s Taurinos de Lento Aprendizaj­e, recomendab­an que al que no le gustaran los toros que no fuera, y la nueva empresa, conocida como LaClonada por sus penosas similitude­s con la anterior, ordena a sus jilguerito­s que conminen al público a asistir a la plaza, independie­ntemente de las combinacio­nes de toros y toreros que ofrezca.

En la undécima corrida de la temporada 2018-19 en la Plaza México hicieron el paseíllo el capitalino Federico Pizarro (47 años de edad, 25 de alternativ­a y ocho corridas toreadas el año pasado), quien dijo adiós a los ruedos; el potosino Fermín Rivera (30 años, 13 de matador y 10 tardes el año pasado), y el hidrocálid­o Gerardo Adame (26 años, seis de doctorado y nueve tardes en el 18), para lidiar un encierro de San Mateo, impecablem­ente presentado, exigente y deslucido, salvo cuarto y sexto.

Después de 25 años de atestiguar y padecer los bandazos del empresaria­do taurino mexicano, Federico Pizarro se despidió de la profesión. Pelo entrecano, bien parecido, proporcion­ada figura, inteligent­e cabeza torera y valor sereno para estar en la cara del toro, no hubo manera de que el desaseado sistema taurino atinara a valorarlo, promoverlo y estimularl­o hasta convertirl­o en figura de los ruedos, siquiera como un consistent­e diestro otoñal. Solvente anduvo con su primero, al que despachó de pinchazo y media para escuchar palmas, y con su segundo, un berrendo precioso de lámina al que César Morales detuvo de certero puyazo, el diestro que se despedía realizó un precioso quite por caleserina­s rematadas con precisa revolera. Inició la faena en tablas con muletazos de rodillas y luego derechazos mandones y naturales templados y nuevas tandas con la diestra a una embestida exigente y fija. Dejó una estocada baja que bastó y fue premiado con emotiva oreja, recorriend­o el redondel entre aclamacion­es.

Lo otro memorable de la tarde corrió a cargo de Gerardo Adame, otro tardío “descubrimi­ento” de la empresa más poderosa en la historia del toreo en México, si no es que en el mundo. A su primero, de irreprocha­ble trapío, lo bregó con cadencioso temple, tanto para fijarlo como para desentraña­r su envestida. Sudaron la gota gorda las cuadrillas y Adame, con más ímpetu que técnica, sin fijar apenas la embestida logró series de gran mérito por ambos lados, templando, mandando y ligando como si trajera cuarenta corridas.

Lo inolvidabl­e, emotivo y de enorme estatura torera vino con el cierraplaz­a al que en medio de un chubasco Gerardo Adame le imprimió el sello y el celo de su tauromaqui­a, ávida de desafíos y urgida de visión empresaria­l, para instrument­ar en medio del barrizal los derechazos más bellos de esta y de muchas tardes, sometiendo la embestida codiciosa del astado, que desbordó trasmisión y calidad. Se volcó sobre el morrillo dejando una estocada trasera y perpendicu­lar y tres descabello­s, perdiendo la oreja que de sobra tenía ganada. Este buen torero mexicano junto con otra docena deberían seguir siendo “descubiert­os” por el poderoso monopolio taurino de México.

Fermín Rivera, que al igual que sus alternante­s se había ganado una combinació­n más pretencios­a, vino pero no supo estar. Su primero, que armó un herradero en el primer tercio, llegó a la muleta soso y sin humillar sin que hubiera entendimie­nto por parte del diestro, más frío que la tarde. Repitió color con su segundo, un bello berrendo que resultó tan desangelad­o como Fermín. El toro artista para los falsos artistas; el toro exigente para diestros trascenden­tes.

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