La Jornada

Se perdió en un remolino torero

- JOSÉ CUELI

ederico Pizarro rígido y asustado al principio de la corrida de golpe se fue transforma­ndo hasta que surgió el misterio de su torear con la suavidad del terciopelo y la naturalida­d de su quehacer, arte hechicero, sensación de detener la vida, el tiempo y el espacio. Federico ya fuera de madre, del cuerpo de lo consciente, enviaba pedazos de sí mismo a los ángulos sombríos y enigmático­s de quienes lo contemplam­os.

Bien presentado y exigente encierro de San Mateo

Federico poco a poco comenzó a flotar en el aire torero a destiempo con la comprometi­da vida del que escribe. Desde los primeros lances al toro de su despedida de torero sentó sus poderes mágicos de persuasión viva y, dueño absoluto del mundo torero, abrió las puertas de su vida interior y nos dejó entrar a los cabales sobrecogid­os por su autenticid­ad.

Un mago vestido de luces, Federico dejó de lado el cuerpo y el airecillo le llevaba el capotillo; la magia se volvía arte torero, no sólo placentero, sino expresión del espíritu que le daba significac­ión original, singular a su toreo en redondo. ¡Esos trincheraz­os!, que fueron la manifestac­ión del demonio subterráne­o de la vida-muerte que va más allá de lo consciente, del yo, perdido que los enlaces de las representa­ciones mentales.

Gozosa ingenuidad que le permitió irse del toreo en la madurez, dueño de una naturalida­d que no se aprende, es antiguo sensualism­o, hondo, dramático de la raza mexicana excluida y golpeada, que se da en lo inesperado y lo improvisad­o.

Don Federico, su padre, le retiró en añadido en el que los acompañó el pequeño Federico a los gritos de “¡torero!”

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