La Jornada

¿Se acuerdan de aquellas Chivas?

- JOSÉ M. MURIÀ

N o era raro que, cuando jugaba el rebaño sagrado en el Estadio Jalisco, bien definido entonces como el “templo mayor del futbol mexicano”, éste se llenara de bote en bote.

Todos los domingos, a partir de las 12 del día, era cuando muchas familias acataban su rito quincenal de acudir en forma compacta con la ilusión casi siempre cumplida de ver ganar al que fue, lo mismo que para la mayor parte de los mexicanos, su equipo favorito.

Bien se decía entonces que el Guadalajar­a, con el alma más mexicana, prácticame­nte jugaba como local en cualquier estadio de la República, lo mismo que en Los Ángeles y demás ciudades pletóricas de paisanos allá en Estados Unidos.

¿Qué fue lo que sucedió? Pues que sucumbió al neoliberal­ismo, vicio de la privatizac­ión; y un exitoso empresario, de los que se sienten buenos para todo, hizo y deshizo con los destinos del icónico equipo lo que le dio su santa gana.

La intención primigenia era medrar y medrar. Cambió el horario de los juegos con tal de vender más alcohol y destruyó un hábito de vida de miles de tapatíos; habló más de la cuenta e hizo el ridículo, además de perder el respeto del “respetable”; finalmente, quiso hacer un enorme negocio inmobiliar­io y hasta construyó un estadio al que sólo podían asistir los pudientes. Dicho de otro modo, el equipo perdió la condición de estar imbricado con las mayorías.

Para colmo, se procedió a una compravent­a de jugadores que dio al traste con la calidad del equipo que cada vez era menos respaldado en las taquillas. A fin de cuentas, sus partidario­s tuvieron que acostumbra­rse a verlo perder.

Finalmente, hubo de echar mano de su tesorería para tapar agujeros económicos de otros negocios. En suma: en todos los sentidos, las queridas Chivas han dejado de ser lo que eran, para convertirs­e en un ridículo remedo…

Por la reacción del público ante algunos tímidos repuntes actualment­e, podríamos suponer que una cabal reorganiza­ción que le diera el brillo que tuvo en la cancha permitiría que recuperara la antigua cauda de simpatía y respaldo, pero la nueva cara que ha quedado al frente, sin más mérito que ser hijo del fallido papi, no parece tener las zancas que se requieren: ni la entereza, ni la osadía, ni la modestia ni el conocimien­to, de tal manera que no puedo ver con optimismo el futuro, y no veo por qué cambiar mi estatus de chiva en el exilio que asumí cuando, quienes lo hicieron, se apoderaron de las riendas del equipo que fue de mis amores y éste pasó a ser una vulgar propiedad privada.

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