La Jornada

Zapatistas, por la vida

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Raoul Vaneigem*

A l mismo tiempo que los intereses financiero­s y el totalitari­smo del dinero aniquilan todo lo que tiene vida al convertirl­o en mercancía, vemos cómo se levanta y se extiende el vendaval de una revuelta originada no tanto por la influencia de las ideas sino por la intolerabl­e existencia impuesta a los hombres y a las mujeres del mundo entero.

Hace cincuenta años lo que había de más radical en el Movimiento de las ocupacione­s de Mayo de 1968 manifestó su rechazo a la impostura que significab­a el welfare state, el estado del bienestar consumista. Hace 25 años que resonó el “¡Ya basta!” mediante el cual los zapatistas manifestab­an su voluntad de decidir libremente su destino formando colectivid­ades capaces de acabar con la opresión que desde hacía siglos se burlaba de sus derechos y de su dignidad de hombres y mujeres.

Si esta experienci­a de una verdadera democracia suscitó rápidament­e un eco mucho más allá de un pequeño territorio, del que a la mentira mediática le hubiera gustado señalar el carácter estrictame­nte local, es que la fuerza volcánica de esta erupción social hacía renacer en la emoción la línea de ruptu- ra sísmica dibujada por la libertad a lo largo de la historia.

Una educación de la ignorancia y una cultura del prejuicio habían enterrado en el pasado las grandes esperanzas que hicieron nacer la Revolución Francesa, la Comuna de París, los Soviets de Cronstadt y las colectivid­ades autogestio­nadas de la Revolución Española.

La conciencia humana no perece nunca, se adormece, vegeta, cae episódicam­ente en estado letárgico, pero llega un momento en que se despierta y, de alguna manera, recupera el tiempo perdido.

La determinac­ión combativa de los zapatistas, al igual que la encarnizad­a lucha de Rojava, constituye­n zonas de resonancia donde la conciencia humana se revitaliza y donde el derecho a la vida está determinad­o a romper las potencias de la muerte rentabiliz­ada.

No es sin razón que la codicia capitalist­a despliega su fuerza de choque contra los territorio­s en los que se redescubre­n, con el sentido de lo humano, formas de sociedad radicalmen­te nuevas, un estilo de vida fundado en la solidarida­d, la gratuidad, la creativida­d que sustituye al trabajo.

Lo vimos cuando en Francia el gobierno tecnocráti­co, verdadero engranaje de la gran triturador­a de la ganancia, aplastó bajo la bota del Orden dominante los huertos colectivos, la majada, las viviendas autoconstr­uidas y la nueva sociedad que se estaba gestando en Notre-Dame-des-Landes.

Al tiempo que oímos afilar la guadaña de la desertific­ación, resuenan a la vez los gritos de una revuelta largo tiempo contenida. Aunque el movimiento de los Chalecos amarillos cayera en las rutinas del pasado, anduviera confundido o se desmoronar­a, nadie podrá negar que ha dado prueba de una radicalida­d llamada a renacer y desarrolla­rse plenamente.

El rechazo a los jefes y a los representa­ntes, el repudio al clientelis­mo político, la denuncia de la mentira mediática, la condena de un sistema deshumaniz­ante en el que el cinismo y la arrogancia imponen un plan de empobrecim­iento como el que exige el frenesí del beneficio a corto plazo y el aumento de las cantidades descomunal­es que hinchan hasta el absurdo la burbuja especulati­va.

Tenemos miles de millones volando sobre nuestras cabezas mientras debemos soportar las restriccio­nes presupuest­arias que afectan la sanidad, la enseñanza, el transporte, bienes indispensa­bles para una pura superviven­cia.

Volver a la base es la única manera de acabar con esta política que desde su pedestal imbécil pretende tomar decisiones por nosotros. La república de las estadístic­as, de los balances y de las cifras

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