La Jornada

La muerte del comendador

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En el primer volumen de La muerte del comendador, apuntan los editores, “dejamos al protagonis­ta deseoso de saber qué se oculta detrás del cuadro titulado

También ha aprendido a convivir con los extraños personajes y objetos que lo envuelven desde que se instaló en la casa en las montañas… ¿Qué le ocurrió en el pasado al autor del cuadro? ¿Quién es el hombre sin rostro? En este segundo libro, de ritmo acelerado y lleno de suspense, las incógnitas sembradas en el anterior volumen van desvelándo­se y encajan en el lugar

que deben ocupar para que el lienzo entero cobre entero sentido”. Con autorizaci­ón de Tusquets Editores, damos a conocer a los lectores

de La Jornada este adelanto del nuevo libro de Haruki Murakami

Sus pechos me atraían, aunque solo fuera desde una perspectiv­a puramente estética.

Marie Akikawa, por su parte, vestía ropa informal distinta a la del día anterior: unos vaqueros rectos gastados y zapatillas Converse blancas. Los pantalones tenían unos cuantos agujeros (hechos a propósito, obviamente). Llevaba un cortavient­os ligero de color gris sobre los hombros y una gruesa camisa de cuadros como de leñador. Al igual que la semana anterior, en su pecho no se notaba ninguna redondez y tenía la misma cara de mal humor, como la de un gato al que le han retirado el plato antes de que terminara de comer.

Preparé té y lo serví en el salón. Les mostré los tres bocetos que había hecho el domingo anterior. A Shoko parecieron gustarle.

–Producen una impresión muy viva –dijo–. Reflejan a Marie mejor que una foto.

–¿Me los vas a dar? –preguntó Marie. –Por supuesto –contesté–, pero cuando termine el cuadro. Quizá los necesite hasta entonces.

–¡Marie! –exclamó su tía con un gesto de preocupaci­ón–. ¿Qué dices? ¿De verdad no le importa?

–No, no me importa. Una vez terminado el retrato ya no me harán falta.

–¿Los usas como referencia? –me preguntó Marie. Negué con la cabeza.

–No. Digamos que los he pintado para entenderte de una forma tridimensi­onal. Sobre el lienzo pintaré algo distinto, creo.

–¿Ya tienes en la cabeza la imagen que vas a pintar?

–No, todavía no. A partir de ahora vamos a pensar en ella juntos.

–¿Necesitas entenderme de forma tridimensi­onal?

–Sí –respondí–. Un lienzo es una superficie plana, pero un retrato debe estar pintado en tres dimensione­s. ¿Lo entiendes?

Marie puso cara de extrañeza. Supuse que, al oír la palabra tridimensi­onal, había pensado en la redondez de su pecho. De hecho, lanzó una mirada furtiva al de su tía, que describía una hermosa curva bajo su fino jersey. Después me miró a la cara.

–¿Qué hay que hacer para dibujar así de bien?

–¿Te refieres al boceto?

Marie asintió.

–Sí, al boceto, a los croquis. –Practicar. Cuanto más se practica, mejor salen las cosas.

–Pues a mí me parece que mucha gente no mejora nada por mucho que practique.

No le faltaba razón. Había estudiado en la Facultad de Bellas Artes y muchos de mis compañeros no mejoraban en absoluto por mucho que practicase­n. Aunque uno se empeñe, lo que de verdad cuenta son nuestras habilidade­s naturales. Pero si empezaba a hablar de eso, la conversaci­ón terminaría por írseme de las manos y no acabaría nunca.

–Eso no significa que no haga falta practicar. Hay talentos y cualidades que solo emergen cuando uno practica.

Shoko asintió con cierto entusiasmo al escuchar mis palabras. Marie, por su parte, se limitó a torcer un poco la boca, como si dudase de lo que le decía.

–Quieres mejorar tus dibujos, ¿verdad? –le pregunté.

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Haruki Murakami (Kioto, 1949). Foto © Iván Giménez/Tusquets Editores
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