La seguridad de lo inseguro
arece ser que el drama huachicolero puede más o menos pronto ser dejado atrás, sin daños mayores a la economía, la producción y el consumo. Los desajustes mayores han sido absorbidos con eficacia, pero todavía queda por saber la magnitud de los efectos negativos del desabasto en regiones de gran importancia como el Bajío y, en particular, la zona metropolitana de Guadalajara.
En todo caso, el recuento de daños podrá hacerse, así parece hoy, con relativa calma y sin aspavientos e intercambios estridentes. Aunque la templanza pueda llevarnos a ilusiones vanas, dada la efectiva gravedad del asunto.
Los foros institucionales convencionales se trastocaron con la emergencia; las organizaciones empresariales se asomaron, azoradas, al abismo de la escasez absoluta y las pocas agrupaciones sociales de verdadera relevancia optaron por el silencio. El Congreso de la Unión no pudo organizarse con presteza para ser el foro central, como se debe en toda democracia republicana. Tampoco hubo mucho cuidado en el Ejecutivo a este respecto, cuando la magnitud del problema no sólo era grande sino crecía.
El plantón de la secretaria de Energía y del director de Petróleos Mexicanos (Pemex) a los diputados no es una anécdota más del secular desequilibrio de los poderes del Estado. Mucho menos si se repite, como ha sido el caso. Por su parte, los gobernadores de los estados más afectados se quejaron y, en Jalisco con decibeles altos, pero no salió de ahí una propuesta con perspectiva de mediano y largo plazo como la cuestión energética lo reclama.
¿Qué es entonces lo que queda? En primer término, ajustar la máquina gubernamental para echar a andar un programa de expansión de nuestras capacidades de almacenamiento y distribución eficaces. México no puede darse el lujo de nuevas visitas al racionamiento de un bien básico como el combustible; tiene que recuperar nociones primordiales sobre la seguridad básica que no ha sido resuelta: en alimen-