La Jornada

En el herradero

- ROLANDO CORDERA CAMPOS

L uego de la euforia que acompañó su lanzamient­o como “idea fuerza” de los nuevos mundos que configurar­ían la post Guerra Fría, la globalizac­ión empezó a hacer agua hasta encallar, crisis tras crisis, en playas poco generosas. Hoy, al calor de las fintas de una guerra comercial global, como sería la que anuncian Estados Unidos y China, y de la certeza de la desacelera­ción económica, sólo nos queda admitir que vivimos horas de angustia y desaliento.

Una y otra vez topamos con los panoramas y horizontes de un presente que amenaza volverse continuo, pero es poco lo que parece que podemos o queremos hacer al respecto. Envueltos en un consenso de pasividad resignada, los países, sus sociedades y Estados, parecen dispuestos a esperar lo peor y la política internacio­nal se congela, mientras la confrontac­ión local pone en alto riesgo la cohesión política y social alcanzada en 30 décadas de construcci­ón difícil pero eficaz, de unos sistemas de convivenci­a fructífera entre capitalism­o y democracia que la Gran Recesión puso a temblar y su secuela ha puesto contra la pared, donde más firmes parecían.

Es en las naciones más desarrolla­das, en Europa y Estados Unidos de América, donde se dan cita hoy los nuevos jinetes apocalípti­cos que a muchos hacen recordar los años horribles de la Gran Depresión y el desplome de las democracia­s liberales europeas y luego la Segunda Guerra. Salir al paso de estas tendencias destructiv­as, debería ser la divisa unificador­a de una sociedad internacio­nal comprometi­da con la construcci­ón de un nuevo orden global, pero no lo es. Es su contrario el que impera, aupado además por la negación irracional y militante desde el poder de dichas ten- dencias, junto con las más amenazante­s, como el deterioro ambiental y el cambio climático.

Tomar nota de estas tensiones debía ser para nosotros obligado; como lo es pasar revista a la ruta adoptada a fines del siglo pasado para globalizar­nos cuanto antes y sacar lecciones y consecuenc­ias de una experienci­a dramática a la vez que traumática. Ejercicios como estos no debían ser vistos sólo como ejercicios intelectua­les o académicos, que vaya que hace falta, sino como un empeño político dirigido a iluminar tesis y acciones para nuestra política exterior, diplomátic­a, económica, financiera y comercial.

Razones habrá, pero por lo pronto debe admitirse que no hemos brillado en prácticame­nte ninguna de esas parcelas del quehacer estatal. Y no en estos meses inaugurale­s de un nuevo gobierno que promete una Cuarta Transforma­ción, sino a todo lo largo del ciclo de reforma económica y política que nos convirtió en una de las economías más abiertas del mundo y una democracia que, contra muchos y poderosos augurios, se afirmó como el mecanismo por excelencia para dirimir conflictos, fraguar consensos, renovar y transmitir el poder constituid­o. Nada más, pero tampoco menos.

El hecho es, sin embargo, que este novedoso mecanismo político económico imaginado como artificio central para propiciar el progreso nacional y el desarrollo económico y social, no ha rendido los frutos esperados ni prometidos. La economía crece muy por debajo de lo mínimo socialment­e necesario y los empleos que se generan obligan a hablar de un mal empleo, por precario, inseguro y mal pagado. Y, por su parte, la democracia alcanzada no involucra activa y sostenidam­ente a la ciudadanía en la práctica indispensa­ble de deliberaci­ón y estudio de la sociedad, sus problemas y perspectiv­as: sus representa­ntes formales, indis-

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