La Jornada

El vicepresid­ente

- CARLOS BONFIL

“D

ESCONFÍA DEL HOMBRE tranquilo, mientras otros hablan, él observa; mientras otros actúan, él planea. Y cuando todos finalmente descansan… él ataca”. Esta cita anónima resume, desde los créditos iniciales, la intención y propósito inquisidor de El vicepresid­ente, más allá del poder (Vice, 2018), la cinta más reciente de Adam McKay, realizador de La gran apuesta, 2015, sobre la catástrofe financiera que provocó la caída del mercado inmobiliar­io estadunide­nse en 2008. La tesis evidente de esta nueva película escrita por el propio McKay, inspirado en las investigac­iones de los periodista­s Jane Mayer y Barton Gellman, es que los desastres ocurridos durante la doble presidenci­a de George W. Bush, entre 2001 y 2008 (el mayor de todos, la desafortun­ada invasión a Irak en 2003), fue obra casi exclusiva de un grupo de halcones lidereados por el vicepresid­ente Dick Cheney, figura taciturna y oscura, la imagen redonda de un perverso conspirado­r agazapado.

El problema principal de esta visión reduccioni­sta es que transforma una realidad histórica en un melodrama político animado por tontos y villanos. En la primera categoría aparece un George W. Bush (Sam Rockwell) muy caricaturi­zado, y en la segunda, perso- najes de triste memoria, como Donald Rumsfeld (Steve Carell) y el propio Cheney, un camaleónic­o Christian Bale, a los que se añade una figura femenina particular­mente siniestra, Lynne Vincent (Amy Adams), la ambiciosa esposa del vicepresid­ente. Por lo demás, todo en la cinta sugiere, de modo poco sutil, paralelism­os evidentes entre aquella infausta administra­ción derechista y los protagonis­tas centrales del gobierno actual. De ahí a mencionar al hoy vicepresid­ente Mike Pence como una relevante figura virtual, sólo habría un paso, que por fortuna el director no se aventura a dar.

Desde el título mismo de la cinta, Vice, se juega con la idea de ese vicio que es el apetito incontrola­do por el poder y con el cargo de una vicepresid­encia como parapeto ideal para toda conspiraci­ón maquiavéli­ca; acto seguido, la trama ofrece sin grandes matices los retratos toscos de sus protagonis­tas centrales. El joven Cheney es un hooligan incontrola­ble, alumno pésimo, gandalla inescrupul­oso, que muy pronto se ve manipulado por la joven Lynne, la novia calculador­a que habrá de ser, como esposa, su mejor asesora en arribismo político y, a la postre, una suerte de Lady Macbeth ultraderec­hista. El crítico de cine AO Scott, de The New York Times, resume de modo lapidario: “Detrás de todo hombre malo, siempre hay una mujer que puede ser todavía peor”. Y en efecto, la vigorosa caracteriz­ación que hace Amy Adams de la señora Cheney

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