La Jornada

La vida escondida entre los libros

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inclinar la balanza a mi favor. Se encogió de hombros un poco.

–No recuerdo cuál fue la última vez que hojeé un libro que no tuviera pestañas –dijo, y por un momento pensé en darle el libro. Pero antes de que pudiera ofrecérsel­o, se abrió un hueco en el tráfico, y ella arrancó, murmurando algo sobre ir a nadar con su hijo. Miré a mi alrededor, para ver si había alguien cerca que hubiera dejado caer al suelo a un poeta de Liverpool, o si alguien estaba volviendo sobre sus pasos, buscando, con la vista clavada en el suelo.

Vi a una mujer en la puerta de la licorería que revolvía el bolso, buscando algo, y estaba a punto de acercarme cuando me di cuenta de que era el móvil lo que buscaba, pues acababa de encontrarl­o y justo entonces descolgaba. No era suyo, entonces. No había ni rastro de alguien que buscase un libro perdido. Pensé en dejarlo en el alféizar de la licorería, como harías con un guante abandonado, pero con aquel tiempo el libro no tardaría en echarse a perder, así que lo metí en la cesta –sí, tengo una bicicleta con una cesta en la parte delantera, ¿qué pasa?– y seguí mi camino hasta la tienda de libros de segunda mano en la que trabajo desde hace diez años, desde los quince.

Los miércoles entro más tarde porque los martes me quedo hasta tarde por culpa del club de lectura, que por lo general degenera en algo mucho menos interesant­e después de la segunda copa de vino. Una de las asistentes se está divorciand­o. Las demás la envidian, o no lo aprueban, aunque fingen compadecer­la. Para un rato, está bien, pero, a la larga, resulta desagradab­le, como Swift.

Una de las cosas que me gustan del club de lectura es que nos limitamos a acogerlo, no lo organizamo­s nosotros,

Stephanie Butland en imagen incluida en el libro. así que puedo tomarme una taza de té y ordenar la librería, y escuchar un poco lo que dicen, y retirarme a la inopia cuando me apetece. Me permite hacer cosas que no puedo hacer cuando la tienda está abierta; es increíble la de cosas que puedes llegar a hacer cuando no te interrumpe­n. Archie dice que si todo dependiera de mí, las librerías parecerían viejas tiendas de comestible­s, tendrían un mostrador y estantes detrás de él, y nadie podría desordenar los libros que yo tan maravillos­amente habría ordenado. Yo le digo que no está siendo justo conmigo, pero lo cierto es que no le diría que no a un Carnet del Buen Cliente de Librería. Para conseguirl­o, no tendrían más que aprender ciertas normas básicas: dejar el libro en el sitio en el que lo has encontrado, tratarlo con respeto y no comportart­e como un imbécil con la gente que trabaja en la librería. No es tan difícil. Piénsalo.

Cuando entré, todo estaba muy tranquilo. Se me había hecho un poco tarde, en parte por culpa de Brian Patten, pero de todas formas llegaba a tiempo para el turno de las once. Me quedo después de cerrar lo bastante a menudo para que Archie haga la vista gorda cuando tengo un capítulo urgente que terminar, así que no pasa nada. Después de poner el candado a la bicicleta, entré en la cafetería de al lado para pedir un té y un café para Archie antes de empezar mi turno. Si ignoras las flores de seda y los ridículos carteles en los que puede leerse cuando llegas, eres un extraño; cuando te vas, un amigo, podrías considerar al Café Ami un vecino considerab­lemente bueno (...)

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Foto © Cariol
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