Días sin ti
Una abuela y su nieto tejen una historia de complicidad en la novela de Elvira Sastre, en la que transitan caminos por los que todos en algún momento tenemos que pasar. Con autorización del sello Seix Barral de Grupo Planeta, La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento de esta obra. D ora. Todo el mundo la llamaba ‘‘abuela’’ o ‘‘abuela
Dora’’, pero yo prefería llamarla sólo por su nombre para no olvidar su esencia nunca. Era una mujer muy inteligente y especial. Había sido maestra en la República, había luchado contra las normas de su época haciendo siempre lo que le había venido en gana, sin importar lo que pensaran. Conoció a Gael, mi abuelo, en la escuela. Él era uno de sus alumnos y nada más conocerse se enamoraron perdidamente. Tras algunos encuentros a escondidas, ella dejó las clases para evitar represalias y continuaron su noviazgo en otro pueblo, donde consiguió trabajo en un colegio, se casaron y quedó embarazada.
Dora perdió a mi abuelo poco después de tener a mi padre y nunca volvió a tener una relación seria con ningún hombre. Guardaba su foto con recelo y cuidado, como si fuera la única prueba de una vida no resuelta. Dora, que no pasaba del metro cincuenta, consiguió alcanzar los noventa años con una entereza envidiable. Solía peinarse el pelo canoso con horquillas de niña pequeña y coleccionaba piedras de todos los lugares en los que había estado. Un día dejó de viajar, y entonces fuimos nosotros quienes continuamos la colección. Después de un aparatoso accidente doméstico en la ducha de su casa, mi padre decidió que era el momento de llevarla a una residencia. Mi abuela no protestó, temía ser una carga. Es curioso pensar cuánto dura una vida y qué poco lleva contarla.
Supongo que cuantas más cosas hay que decir, menos personas quedan para escucharte.
La voz de Dora era aguda aunque calmada. Mi abuela hablaba sin descanso, pero sin prisa, con los ojos siempre fijos en otro lugar al que nunca pudimos llegar. Sin embargo, lo que no perdió nunca fue la sonrisa, la sua