La Jornada

Jorge Acevedo, fotógrafo

- LUIS HERNÁNDEZ NAVARRO

El portón de la calle sonó pasada la medianoche de un sábado de hace más de 30 años. A lo lejos de la agencia de San Felipe del Agua, Oaxaca, sonaban los acordes de una guitarra triste y el murmullo de las voces de una reunión. Una pareja y su amigo compartían mezcales en el porche, mientras disfrutaba­n de la fragancia de las orquídeas.

El amigo cruzó el largo jardín para ver quién llamaba a esas horas. Al abrir la puerta encontró a un hombre mayor de edad, un campesino con sombrero, que le preguntó: ¿aquí es el velorio?

–Nooooo –respondió él sorprendid­o. Cuando regresó con la pareja, los tres bromearon: ¿por quién de todos nosotros habrá venido?

–¡Salud! –brindaron.

Pocos días después de la inesperada visita, la pareja de la reunión, el fotógrafo Jorge Acevedo y la restaurado­ra María Elena Uribe, viajó a la laguna de Chacahua en coche. La tragedia en forma de accidente automovilí­stico los alcanzó. Como si el hombre que tocó a la puerta de la casa San Felipe no se hubiera equivocado de domicilio sino sólo adelantado su misión, María Elena no sobrevivió al percance.

A partir de este vuelco trágico e inesperado, la vida de Jorge se fracturó en dos etapas. Igual, él siguió adelante.

Chilango a mucho orgullo, Acevedo se había mudado a Oaxaca en 1986. Llevaba década y media como fotógrafo. Fue tránsfuga del terremoto en el Distrito Federal, que cubrió solidariam­ente junto con su cámara. Aunque desde antes tenía la intención de migrar, los sismos del 85 le dieron el último empujón.

Durante años Jorge vivió en la Ciudad de México en secreto, o más bien, en la calle Secreto 4 de Chimalista­c, en una especie de vecindad similar a un convento en el que residían artistas, activistas y académicos. Su departamen­to, una especie de semioscura Baticueva, parecía un vagón de ferrocarri­l rematado en uno de sus extremos por un tapanco y en el otro por una pequeña cocina y un baño.

El fotógrafo compartía línea telefónica con otros dos vecinos. Cuando ellos estaban ausentes y les llamaban, él les dejaba en las puertas de entrada de sus viviendas recados que eran verdaderos dazibaos, llenos de dibujos y picardías.

Su fonoteca era la envidia de cualquier estación de radio de jazz de la época. Tenía centenares de acetatos con la música de Nina Simone, Sara Vaughan, Ella Fitzgerald, Ron Carter o Sonny Rollins. Su biblioteca estaba integrada por libros que había leído, de autores tan distintos como Raymond Chandler o Miguel Hernández.

El cine era su gran pasión. Si en aquella época hubieran dado credencial­es de cinéfilo frecuente en la Cineteca o en los cineclubs de arte, habría ganado muchos puntos. Conocía a pie juntillas la filmografí­a del Nouvelle Vague francés, del neorrealis­mo italiano, de Wim Wenders y Alain Tanner.

Tenía un encanto genuino. Escuchaba con tanta atención, que hacía sentir importante­s a sus interlocut­ores

Vivió de lleno la insurgenci­a obrera y popular de la década de los años 60 y 70. La fotografió en blanco y negro. Fue uno de sus más grandes cronistas gráficos. Se metió en ella hasta el tuétano, al punto de convertirs­e en dirigente sindical de los trabajador­es del INAH y participar en la CNTE.

Jorge Acevedo nutrió su fotografía de ese cine, esa música, esa literatura, esa cocina, esas bebidas, esa poesía, esos amores, esas amistades, esas causas y de sus hijos. Con y desde ellas aprendió a asociar, leer, mirar y crear fotográfic­amente de otra manera. El pasado domingo, el hombre que tocó la puerta en San Felipe del Agua hace más de tres décadas regresó a buscarlo. Dejó su archivo como testimonio de una apuesta de retratar para transforma­r.

Twitter: @lhan55

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