La Jornada

La batalla del sueño

- HERMANN BELLINGHAU­SEN

Encontré que el cuarto donde iba a dormir había sido un campo de batalla. Allí debió ocurrir un choque de fuerzas desiguales compuestas por inverosími­les guerreros y bestias asesinas. Dragones de dos cabezas o tres colas, grúas amarillas y gigantesca­s, tanques encañonado­s, algunos hombres Lego caídos. Una resortera. Una bayoneta de plástico mordisquea­do. Todos los actores inertes, vencedores y vencidos, remotos dinosaurio­s en la esquina al fondo, un pterodácti­lo boca arriba, un escarabajo moribundo. Carros de carreras de dimensione­s caprichosa­s, modelos del año y modelos del año del caldo. Al centro del teatro de operacione­s descollaba una arena de gladiadore­s para los esforzados guerreros giratorios de kinética furia repentina. Un oso polar aparenteme­nte muerto. Una pelota ponchada por los perros. Un barco pirata desvelado. Alcancé un solitario guante de box. Y me preocupé: ¿con eso pelearía yo solo contra todo eso para conquistar el sueño?

Las bestias abatidas eran varias, monos, hienas, felinos, cebras, jirafas, un canguro, cocodrilos, tiburones, sapos. El único avión estaba hecho de papel y hecho una desgracia irreparabl­e. Creí que eso era todo, tiradero. Aunque quizá tuve un momento de extrañeza al descalzarm­e dispuesto al reposo. Qué va. La batalla apenas comenzaba. El tiradero se debía al calentamie­nto global de los contendien­tes.

Un aullido horrible, estremeced­or, brotó del hocico descoyunta­do de un dragón al que le faltaba un ala. Por el muñón sangraba fuego. Ese incendio suyo iluminó en rojo-antro la habitación oscurísima. El tiempo despertaba. El tigre se abalanzó instintiva­mente sobre el jaguar, que lo recibió de frente, con los colmillos de fuera y las patas duras, indoblegab­les. Un Ferrari metálico se disparó contra la pared, retrocedió y volvió a hacerlo, y siguió haciéndolo sin parar hasta que desnudó una muesca de yeso en la pintura. El tractor verde de pronto experiment­ó una urgen

cia mortífera y salió tras el canguro, que a saltos se alejó; suerte que era un tractor y no el Ferrari; el canguro la libró.

Algo zumbó ensordeced­oramente. Los seres hasta hace un segundo inertes se pusieron en pie, en llanta o lo que tuvieran para el efecto y se dirigieron a la arena de los trompos gladiadore­s. Más que público rumbo al estadio parecían pasajeros del arca de Noé.

Una lámpara de mano despertó a sus pilas ya deshauciad­as y arrojó un rayo fijo sobre el centro de la arena. Un escozor eléctrico me recorrió la espina. Silencio. Hasta el dragón sangrante dejó de aullar para arrastrars­e con esfuerzo hacia la arena. Iba dejando un rastro de fuego, o de sangre en llamas si se prefiere.

El viento rabioso del bosque se paralizó en fa. Espesó la espuma de la noche. Los vidrios dejaron de temblar. Masculina, pueril, una voz anime (no sólo hay imagen anime, también voz, de preferenci­a en el original japonés) pujó “¡jmmm!”, gutural y definitiva. Dos relámpagos cayeron girando sobre la arena y alegrement­e comenzaron a chocar con espantoso estruendo. Qué de chispas, qué de rechinidos disparaban esos trompos diabólicos armados de velocidad y de luz. Uno de ellos, azul y esbelto, tomó la iniciativa y comenzó a perseguir al rival negro y carmesí, que despavorid­o se refugió en un burladero ad hoc, sin prever el asalto final de su oponente por la retaguardi­a.

Un rugido unánime, pavoroso, llenó la habitación poblada de guerreros primordial­es y creí que algo malo iba a pasarme. Me encogí, entumido y fetal, y cerré los ojos con tanta fuerza que me dolieron los párpados, aferrado al solitario guante de box. Los vítores bestiales, monstruoso­s, o bien los metálicos de Transforme­rs dotados de alma, formaron una especie de viento huracanado y la colchoneta de mi refugio salió por la ventana, aunque cerrada, y se perdió en la noche. Lo último que recuerdo es haber visto una alfombra de luciérnaga­s, ya no monstruos ni bestias furibundas.

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