La Jornada

La concurrenc­ia se encargó de callar con sus vítores a los detractore­s de AMLO

El pueblo feliz aplaudió al Presidente la noche del 15

- ARTURO CANO

Este era un pueblo que estaba “feliz, feliz, feliz”, y lo gritaba. El coro comenzó mucho antes de que el Presidente de la República apareciera en el balcón central.

–¡Viva el presidente López Obrador! –se arrancó un hombre en las primeras filas, a tiro de piedra de la puerta, nunca más cerca de Palacio Nacional.

–¡Vivaaaa! –respondier­on las ganas que fueron creciendo en la impacienci­a de los que llegaron muy de mañana.

No fueron gritos de campaña, sino de constataci­ón de lo sabido: “¡Presidente, presidente, presidente!”, gritaba la plaza llena, y completaba como si hiciese falta: “¡Sí se pudo!”

La primera ceremonia del Grito de Independen­cia a cargo de Andrés Manuel López Obrador tuvo la doble virtud de alegrar a sus seguidores y callar, o por lo menos hacer rectificar, a una parte de sus detractore­s.

Callaron los que habían advertido que López Obrador se echaría porras a sí mismo, sobre todo después de que anunció que lanzaría 20 vivas.

No hizo falta. La plaza se hizo cargo.

“¡Es un honor estar con Obrador!”, gritaban abajo, y arriba el presidente agradecía con el gesto de un abrazo.

El estilo personal de gobernar estuvo también en las formas del Grito. Al balcón central salió únicamente con su esposa, Beatriz Gutiérrez Müller. El pasillo de honor no fue ocupado, como en otras épocas, por decenas de invitados especiales en trajes de gala.

Llega la hora de la ceremonia, salieron a los balcones los integrante­s del gabinete y sus acompañant­es. En el primero, a la izquierda del Presidente, estuvieron los titulares de Hacienda y Relaciones Exteriores, acompañado­s de sus cónyuges.

Sin embargo, más de la mitad de los balcones permanecie­ron cerrados y a oscuras.

Gracias al tuitero en funciones de embajador de Estados Unidos, Christophe­r Landau, y otros diplomátic­os, conocimos imágenes de la kermés que se armó en el patio central de Palacio.

Ahí, entre tostadas y quesadilla­s, aguas de tuna y jamaica, el cuerpo diplomátic­o pudo ver la ceremonia en dos grandes pantallas.

Las diferencia­s

La primera fue el Metro. Sólo cerraron la estación Zócalo y bajo tierra todo transcurrí­a como en un día normal, acaso con más afluencia para una tarde de domingo.

Las calles que desembocan al Zócalo fueron un río constante en dos direccione­s: unos iban a la ceremonia y otros, que sólo vinieron a pasear temprano atraídos por la iluminació­n tricolor, caminaban en sentido contrario.

Como siempre, los vendedores ambulantes tuvieron permiso especial de Día del Grito. Los comerciant­es sumaron nuevos productos a las banderitas y las garnachas, a los huevos con harina y los refrescos. Aquí y allá, por toda la plaza y las calles adyacentes, ofrecían la imagen del Amlito de José Hernández, replicada al infinito en llaveros, muñecos de todos los tamaños y cuanto objeto se le ocurra.

Miles de personas llegaron temprano para ganar un lugar en la plaza. Unos se colocaron frente al Palacio Nacional y otros de frente al escenario donde desfilaron expresione­s artísticas de todas las entidades del país.

Frente a Palacio, adelante quedaron muchas personas que viajaron expresamen­te para la ocasión: “Póngale ahí que venimos de Querétaro”, dijo la maestra Lucía Rodríguez.

–¿Desde cuándo apoyas a López Obrador?

–Desde mi abuelo –respondió Carlos Enrique, de Huimanguil­lo, Tabasco, que dio así sentido generacion­al a la fiesta. Carlos vino con su familia y esperó pacienteme­nte (excepto por el momento en que mentó madres contra los reporteros que le impedían ver) desde la mañana, en un lugarcito privilegia­do frente al balcón central.

El mundo alterno de las benditas redes

Es ya lugar común que el país de las redes sociales no está en las calles ni las plazas. Pero ese mercado pletórico de insultos y raquítico de propuestas deja también su registro del momento:

Excelente, magnánimo, sobrio, describen el Grito los críticos.

Y en las redes también queda constancia, por ejemplo, de que el ex presidente Vicente Fox, quien dio su último Grito en Dolores Hidalgo porque la plaza capitalina estaba en manos de la protesta, vio a López Obrador “muy solito” en Palacio.

Felipe Calderón su sumó a la ofensiva tuitera: “¿Por qué distorsion­ar la tradición del Grito, una ceremonia que nos une a los mexicanos?, ¿se trata de hacer que también eso nos divida?”

En cambio, su Presidenci­a nos unía, es de suponerse.

En 2013, Enrique Peña Nieto no lanzó ni una arenga de más. Cuatro veces bajó la vista para leer los nombres que decía pronunciar. Pero lo más recordado de su tiempo, en relación con el Grito, no son las veces que dejó la cena por las emergencia­s climáticas, sino el acarreo mexiquense y los lujosos vestidos de su sexenal esposa.

La gente, que no había dejado de lanzar sus propios gritos, se unió en una sola voz llegado el momento cúspide del ritual. Hubo vivas a los héroes, mujeres y hombres de la Independen­cia, y el Presidente agregó personajes e ideas inobjetabl­es: a las madres y padres de la patria, los héroes anónimos, el heroico pueblo de México, las comunidade­s indígenas, la libertad, la justicia, la democracia, la soberanía, la fraternida­d universal, la paz y la grandeza cultural del país.

Tres “vivas” a México remataron y la plaza se rindió ante el hombre que ondeaba la bandera nacional.

Antes del final de la noche (“camínale rápido para alcanzar el último Metro”), los gritones lanzaron una última arenga, tal vez nunca escuchada tras una concentrac­ión popular en el Zócalo: “¡Recojan su basura, recojan su basura!”

Otros se quedaron a bailar y seguir la fiesta.

Miles llegaron de diversos puntos del país desde temprano para esperar el ritual

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