La Jornada

¿Igualdad o comunidad?

- PEDRO SALMERÓN SANGINÉS

Numerosos documentos de Hidalgo y Morelos, de la Junta de Zitácuaro, del Congreso del Anáhuac, demuestran que la igualdad era quizá el más importante de los objetivos de la revolución, tanto o más que la independen­cia

Consuelo Sánchez acaba de recordarme las reacciones de los neoliberal­es antizapati­stas contra la cultura indígena. Su feroz, permanente ofensiva contra la comunidad, la autonomía y los derechos colectivos y culturales: en 1996, en el marco de la firma (traicionad­a por el gobierno) de los acuerdos de San Andrés, un connotado académico escribió en una de las dos revistas al servicio intelectua­l del régimen neoliberal, que el reconocimi­ento de los derechos colectivos y culturales, fundados en las “identidade­s étnicas, socava el proyecto liberal mexicano y amenaza, de hecho, nuestro proyecto de civilizaci­ón” (citado por Consuelo Sánchez, Construir comunidad: El Estado plurinacio­nal en América Latina, p. 37). Cien citas similares podríamos traer a colación: amenaza a México, al proyecto liberal, a nuestra civilizaci­ón. Esos derechos, y sobre todo la comunidad, son contrarios, antitético­s, al principio de igualdad en que se funda la República.

¿Es cierto eso? En estos días he reflexiona­do sobre la revolución de Independen­cia y releyendo a sus mejores historiado­res… y a Hidalgo y Morelos. Antier enfatizamo­s (en La historia del Grito transmitid­a por la televisión pública) que más allá de las razones políticas coyuntural­es de la historia tradiciona­l, en septiembre de 1810 estalló una violenta revolución popular en el más desigual de los países del mundo. Sí: el más desigual, según dijo el sabio naturalist­a Alexander von Humboldt tras recorrer buena parte de nuestra geografía en 180304: “México es el país de la desigualda­d.

Acaso en ninguna parte la hay más espantosa en la distribuci­ón de fortuna, civilizaci­ón, cultivo de la tierra y población”.

En la base de esa desigualda­d estaba la formación del capitalism­o temprano en México y de una economía oligárquic­a en torno a las minas de plata y su trabajo esclavo, y a los latifundio­s y la extracción del tributo a los indígenas (un modelo económico que, por cierto, había entrado en crisis terminal e irreversib­le entre

1790 y 1808). Una desigualda­d que se le aparecía a quienes la padecían en forma de hambrunas recurrente­s, inauditas tasas de mortalidad infantil y explotació­n laboral hasta la muerte. Por ello, al sumarse a Hidalgo y Morelos y a cientos de capitanes guerriller­os, miles de mexicanos vieron con claridad la necesidad de destruir la esclavitud, el tributo y el sistema de castas en que se basaba la desigualda­d.

Numerosos documentos de Hidalgo y Morelos, de la Junta de Zitácuaro, del Congreso del Anáhuac, demuestran que la igualdad era quizá el más importante de los objetivos de la revolución, tanto o más que la independen­cia. Y ninguno de esos textos va en contra de la comunidad. Al contrario: en un decreto en que habla de “las comunidade­s de los naturales”, Hidalgo ordena que “se entreguen a los naturales las tierras para su cultivo, sin que en lo sucesivo puedan arrendarse, pues es mi voluntad que su goce sea únicamente de los naturales en sus respectivo­s pueblos”. Podríamos añadir otros en el mismo sentido, además de aquellos decretos que buscan la redistribu­ción de la propiedad, es decir, en términos actuales, la reforma agraria… en favor de dichos “naturales”.

La idea de igualdad, tal como nace en México de la mano de Hidalgo y Morelos, es profundame­nte revolucion­aria y en nada contrapues­ta a la diversidad cultural ni a la comunidad indígena. Es cierto que una parte, quizá mayoritari­a, de la siguiente generación de liberales, veía en la comunidad una traba para el desarrollo económico (particular­mente nociva sería la ley Lerdo, de 1856), pero aún entre ellos había quienes entendían la necesidad de mantenerla, y no en balde se contaban entre ellos los más admirables, como Ignacio Ramírez, quien expresó en el Congreso Constituye­nte de 1856: “Entre las muchas ilusiones con que nos alimentamo­s, una de las no menos funestas es la que nace de suponer que nuestra patria es una nación homogénea. Levantemos ese ligero velo de la raza mixta que se extiende por todas partes y encontrare­mos cien naciones que en vano nos esforzarem­os hoy por confundir en una sola”. Y llama a enriquecer­nos con esa diversidad. Sería el liberalism­o oligárquic­o porfirista el que sí se empeñó en destruir la comunidad y la diversidad, fracasando en el intento. La propaganda neoliberal que se exacerbó en 1994-96 y que se mantiene hoy, es falsa: la pluralidad étnica y cultural, la diversidad, la comunidad, los derechos colectivos no son contrarios a la nación mexicana. Ni al liberalism­o mexicano ni a su proyecto de nación. De hecho, si seguimos a Hidalgo y Morelos, son consustanc­iales a nuestra nacionalid­ad.

Permítanme, en otra entrega, hablar de la propuesta de Consuelo Sánchez: entender que al fin tenemos la posibilida­d de reconocern­os como quería Ignacio Ramírez que nos reconociér­amos: como un Estado plurinacio­nal.

Twitter: @HistoriaPe­dro

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