De pasadita
BUENO, NO CABE duda que la gente le dio una lección muy dura a los gobiernos anteriores. Esta vez el Zócalo volvió a ser de ellos, de la gente. No se necesitaron las medidas que hablaban de lo peligroso que es juntar a los mexicanos en una plaza pública como el Zócalo. El saldo fue blanco, cuando menos en lo que a los festejos se refiere. En ninguna de las 16 plazoletas de las alcaldías donde se efectuaron las festividades se presentó algún problema mayor.
DESAPARECIÓ UN FACTOR que había convertido el festejo patrio en una pequeña venganza. La gente sabía lo que sus gobiernos estaban haciendo y su respuesta era silbar y gritar insultos a la figura presidencial en cuanto aparecía en el balcón central, y esa gente, la del Zócalo, a fin de cuentas disipaba sus enojos; sólo se aferraba a la condición única que les recomendaba la historia: ¡Qué viva México!
EL GRITO QUEDÓ marcado desde hace unas tres décadas por el morbo: lo único que se quería saber era cuántos insultos habían estrellado en las piedras del Palacio Nacional. Entonces se supo que las palabras dolían en lo más profundo y se buscó inhibir la presencia de la gente. Filtros, revisiones, intimidarlos, de eso se trataba, y casi se consiguió, pero ahora el Zócalo volvió a estar abierto para todos y se logró un primer cometido: el miedo desapareció.
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