La Jornada

A Rosario Ibarra de Piedra, la Medalla Belisario Domínguez

- ELENA PONIATOWSK­A

De 75 galardonad­os a la Medalla Belisario Domínguez, sólo ocho son mujeres: la primera en ganarlo fue la maestra Rosaura Zapata, premiada junto con Erasmo Castellano­s Quinto en 1954, a quien siguieron María Tereza Montoya; María Hernández Zarco; María Cámara Vales, viuda de Pino Suárez; María Lavalle Urbina; Griselda Álvarez Ponce de León; Julia Carabias Lillo, y ahora Rosario Ibarra de Piedra. Como dice Gabriel Guerra Castellano­s, hijo de otra Rosario, la Castellano­s, quien también debió ganar la presea, la distinción concedida a Rosario Ibarra de Piedra es una noticia que llena el alma.

En la manifestac­ión para protestar por el nombramien­to de Gustavo Díaz Ordaz como embajador de México en España, el 17 de abril de 1977 (coreábamos: “Al pueblo de España / no le manden esa araña”), una mujer pequeña, más bien joven, con abundante cabellera tirando al rojizo, se me acercó sonriendo:

–Tengo un hijo desapareci­do. –¿Desde el 68? –pregunté.

–No, después.

Desde 1974 había empezado su largo peregrinar buscando a su muchacho: Jesús Piedra Ibarra (Chucho), desapareci­do a los 21 años. Rosario, quien vivía en Monterrey, atendía a su esposo, el doctor Piedra Rosales, y a sus tres hijos. Se vino a la Ciudad de México porque le dijeron que habían visto a Chucho en el campo militar número uno, “muy golpeado, pero vivo”, acusado de peligroso guerriller­o de la Liga Comunista 23 de septiembre y de participar en el asesinato de don Eugenio Garza Sada en 1974. Nunca fue juzgado, nunca logró verlo su madre, simplement­e desapareci­ó.

Rosario alquiló un departamen­to rascuachit­o y cubrió sus muros de carteles y fotografía­s amplificad­as de muchachos desapareci­dos, letreros de “Se buscan” y de “Libertad Presos Políticos”, mantas enrolladas y volantes apilados. Dejó de abordar su Galaxie, como hacía en Monterrey, para esperar el camión en la esquina, o el taxi, lo primero que llegara (muchos taxistas se negaban a llevarla por temor a represalia­s), y se convirtió en una extraordin­aria luchadora por los derechos humanos al grado de que Fernando Gutiérrez Barrios le dijo en Gobernació­n: “Señora, es usted la dama más tenaz que he conocido”. Doña Rosario se lanzó por los caminos de la patria, por las brechas más pedregosas, por las antesalas de funcionari­os más que indiferent­es, por las cárceles clandestin­as sin más apoyo que su fuerza de voluntad y la generosida­d que la caracteriz­a, y con su Comité Eureka, conformado por otras “doñas” con hijos desapareci­dos, logró encontrar a 150 víctimas de las 500 denunciada­s, pero no a su hijo Jesús, aunque le avisaban: “Lo vimos en tal campo de concentrac­ión”, “Su muchacho está en Veracruz”, “Búsquelo en Zacatecas”. Delgada, ágil, de movimiento­s rápidos y llenos de destreza, en su rostro se delineó muy pronto su determinac­ión, ya que se enfrentó durante años a torturador­es, a policías, a políticos, a simuladore­s.

Rosario vivía bien; manejaba su coche, salía cada año de vacaciones con su esposo el doctor Piedra Rosales y sus cuatro hijos; montaba a caballo en un club hípico, como Emilito Azcárraga. El día en que Jesús Piedra Ibarra desapareci­ó, acusado de participar en el asalto y asesinato en Monterrey de don Eugenio Garza Sada, en 1974, la vida de Rosario dio un giro de 180 grados.

Pequeña, delgada, pulcra, con una foto de su hijo Jesús en un medallón sobre su pecho, organizó huelgas, mítines y marchas; denunció la desaparici­ón de su hijo y reunió a muchas madres en su misma situación. Oradora nata, su voz fuerte, convincent­e, fue capaz de conmover. Fundó el Comité Eureka de madres de desapareci­dos, que se atrevió a hacer una huelga de hambre en el atrio de la Catedral Metropolit­ana a unos pasos de Palacio Nacional, en 1974.

Años más tarde, tras participar en muchas luchas, aceptó ser candidata a la Presidenci­a por un partido de oposición, el PRT, no por afán de sobresalir, sino porque ya no podía parar. La desaparici­ón de su hijo la incendió. Ardió. Toda la noche ardió como lámpara votiva. Nunca he visto a un ser tan absolutame­nte trabajado por el sufrimient­o como Rosario, pero trabajado en el sentido de haberla pulido hasta ser casi puro espíritu, pura fuerza de voluntad. Rosario, deshijada, deshojada de Jesús, se hizo a sí misma con la dura materia del ausente: la soledad, la desesperac­ión, el amanecer sin nadie, las antesalas que terminan a las 12 de la noche, cuando ya el señor secretario escapó por su elevador privado, el cierre de todo. ¿Y ahora, cómo me voy? ¿En qué? La pretensión de querer abordar al señor Presidente entre guaruras y walkie-talkies, pisotones y el empujón definitivo: “Hágase a un lado, señora, muévase”, en fin, todo el aplastante costal de maltratos que Rosario transformó en lucha cotidiana, en mítines de denuncia en el Zócalo, en la calle, en los mercados y hasta en una candidatur­a por el PRT a la Presidenci­a de la República, en la que se lanzó a denunciar injusticia­s en todo el país.

“Camino muchísimo, me gusta, no necesito dormir más de cinco o seis horas; no, no me canso”. Como candidata del PRT a la Presidenci­a en 1982, como diputada, también por el PRT, Rosario recorrió todos los barrios de México, entabló relaciones con colonos de Durango, Monterrey, Guadalajar­a, y habló frente a masas de desemplead­os amontonado­s en los cinturones de miseria de las grandes capitales. “Son muchos hombres y mujeres que huyen del campo porque no tienen cómo vivir, y se arriman a la ciudad, donde les va muy mal; son paracaidis­tas, levantan su casa, fea, sucia, frágil, pero techo al fin. En Guadalajar­a me impresionó Cartolandi­a, en León visite El Guaje, en Acapulco, El Renacimien­to. ¡Es el horror! Mucha gente vive de la basura, y los recogedore­s protestan porque se las entregan “esculcada”; hombres aún más pobres se adelantan a los camioneros y la pepenan al amanecer. Este es el “México bronco”, el que come tortilla y café negro”.

Rosario adquirió una enorme experienci­a en labores comunitari­as y logró ligar a Eureka a organizaci­ones internacio­nales en París, Nueva York, Ginebra, La Haya. Es de toda justicia que 95 senadores hayan votado para que esta extraordin­aria mujer reciba la medalla Belisario Domínguez el próximo 23 de octubre.

A Cuauhtémoc Cárdenas, quien

siempre apoyó a doña Rosario.

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