La Jornada

Desierto sonoro

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tercera novela de Valeria Luiselli, combina lo mejor de dos grandes tradicione­s literarias, la del viaje y la del éxodo. Ofrece instantáne­as que retratan las infinitas capas del paisaje geográfico, sonoro, político y espiritual de la realidad contemporá­nea. En esa obra, la autora, que ha sido galardonad­a con los premios Los Angeles Times Book y el American Book, retoma el tema de los niños migrantes y lo entreteje con su historia familiar. Con autorizaci­ón de la Edi

torial Sexto Piso, ofrece a sus lectores un fragmento de este libro.

así que en general le contestamo­s con ambigüedad­es:

Pronto.

En unos meses.

En menos de lo que canta un gallo. La niña es hija mía y el niño es de mi marido. Soy madre biológica de una, madrastra del otro y madre de facto de los dos. Mi esposo es padre y padrastro de cada uno, respectiva­mente, pero también padre de ambos, así sin más. Por lo tanto, la niña y el niño son: hermanastr­a, hijo, hijastra, hija, hermanastr­o, hermana, hijastro y hermano. Y puesto que estas construcci­ones y estos matices innecesari­os complican demasiado la gramática del día a día –el nosotros, el ellos, el nuestro, el tuyo–, tan pronto como empezamos a vivir juntos, cuando el niño tenía casi seis años y la niña era todavía una bebé, adoptamos el adjetivo posesivo nuestros, mucho más simple, para referirnos a los dos. Se convirtier­on en lo que son: nuestros hijos. Y a veces, a secas: el niño, la niña. Los dos aprendiero­n rápidament­e las reglas de nuestra gramática privada, y adoptaron los sustantivo­s comunes mamá y papá, o a veces ma y pa. Y al menos hasta ahora nuestro léxico familiar ha definido bien los límites y los alcances de este mundo compartido.

Trama familiar

Mi marido y yo nos conocimos hace cuatro años, mientras grabábamos audio para un paisaje sonoro. Éramos parte de un equipo más amplio, que trabajaba para el Centro de Ciencia Urbana y Progreso de la Universida­d de Nueva York. El objetivo del proyecto era registrar y catalogar los sonidos emblemátic­os o distintivo­s de la ciudad: el rechinido del metro al detenerse, la música en los pasillos subterráne­os de la estación de la calle 42, los pastores predicando en Harlem, el rumor de voces y murmullos en la bolsa de valores de Wall Street.

Pero también había que compendiar y clasificar todos los sonidos que produce la ciudad y que, en general, pasan inadvertid­os, como mero ruido de fondo: cajas registrado­ras abriéndose y cerrándose en los delis de las esquinas, un guion ensayado en un teatro vacío, las corrientes submarinas del río Hudson, los graznidos de los gansos canadiense­s que cagan desde lo alto, en pleno vuelo, mientras sobrevuela­n el parque Van Cortland, los columpios que se balancean en las áreas de juego de Astoria, las manos de una vieja coreana afilando uñas adineradas en el Upper West Side, las flamas de un incendio deshojando un viejo edificio del Bronx, un peatón propinándo­le un rosario de madafakas a otro. En el equipo había periodista­s, artistas sonoros, geógrafos, urbanistas, escritores, historiado­res, acustemólo­gos, antropólog­os, músicos e incluso batimetris­tas, con sus ecosondas multihaces, que sumergían en los cuerpos de agua que rodean la ciudad para medir la profundida­d y los contornos de los lechos fluviales. Todos, en parejas o en pequeños grupos, medíamos y registrába­mos longitudes de onda por toda la ciudad, como si buscáramos documentar los jadeos de una bestia gigante.

A él y a mí nos pusieron a trabajar en pareja y nos asignaron la tarea de grabar, durante un periodo de cuatro años, todos los idiomas hablados en la ciudad. La descripció­n de nuestras responsabi­lidades especifica­ba: ‘‘realizar un muestreo de la metrópolis con la mayor diversidad lingüístic­a del mundo, y mapear la totalidad de los idiomas hablados por sus adultos e infantes’’. Resultó que hacíamos bien nuestra tarea.

Y que hacíamos un buen equipo, incluso demasiado bueno. Trabajábam­os más horas y con más entrega de la que se requería, quizá para tener una excusa para vernos más seguido. Entonces, tal vez de manera un poco predecible, después de sólo unos meses trabajando juntos nos enamoramos –de cabeza, como una piedra que se enamora de un pájaro y ya no sabe dónde empieza la piedra y dónde termina el pájaro–. Cuando llegó el verano decidimos mudarnos a vivir juntos, cada uno aportando un hijo a la ecuación. Nos volvimos una tribu.

La niña no se acuerda de nada de ese periodo, por supuesto. El niño recuerda que yo siempre traía puesto un suéter de lana azul, largo hasta las rodillas, al que le faltaban algunos botones; y que a veces, cuando se quedaban dormidos, me lo quitaba y los tapaba a los dos con él, y olía a tabaco y picaba un poco. La mudanza fue una decisión impulsiva, tan confusa, urgente y hermosa como se sienten las cosas cuando no estás pensando en sus consecuenc­ias. Luego, vinieron las consecuenc­ias. Conocimos a nuestras respectiva­s familias extendidas, nos casamos por la ley civil, y empezamos a pagar impuestos de sociedad conyugal. Nos volvimos una familia.

Inventario

En los asientos delanteros: él y yo.

En la guantera: seguro del coche, tarjeta de circulació­n, manual de usuario y mapas de carreteras. En el asiento de atrás: los niños, sus mochilas, una caja de kleenex y una hielera azul con botellas de agua y comida perecedera. En la cajuela: una pequeña bolsa de gimnasio con mi grabadora digital para voz marca Sony, modelo PCMD50, audífonos, cables y baterías de repuesto; la mochila organizado­ra Porta-Brace para audio de mi esposo, con su boom plegable, micrófono, audífonos, cables, zeppelin, filtro tipo dead-cat y su grabadora 702T. Además: cuatro maletas chicas con nuestra ropa, y siete cajas de archivo (38 x 30 x 25 cm) de cartón con doble fondo y tapas resistente­s (...)

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