La Jornada

Comemóvile­s, paraísos contra el hambre

Debido a la contingenc­ia, la mayor demanda es alrededor de los hospitales

- ARTURO CANO

Una anciana menudita viene por primera vez al comemóvil. Ha caminado desde la colonia Obrera hasta el Centro Médico Nacional Siglo XXI, porque “preguntand­o”, alguien le dijo que aquí había comida gratis. Trae un bolillo en la mano y se disculpa cuando ve los chalecos de los empleados del gobierno capitalino (no vayan a creer que quiere doble ración). “Este ya lo traía, ¿eh?, para matar el hambre”. Mientras camina en la fila, va dejando migajas porque sus tres dientes no pueden atrapar todo el alimento. –¿Cómo se llama, señora? –Crucita.

–¿Crucita qué?

–Así nada más, Crucita, nunca tuve apellidos.

Detrás de Crucita, quien toda su vida trabajó “en limpieza”, se forman cinco o seis hombres justo en el momento en que se acaban las raciones. El reparto ha durado poco menos de una hora.

No queda nada nunca, dicen los empleados de la Secretaría de Inclusión y Bienestar Social capitalina (Sibiso). Pero este día sobrevivie­ron unos cuantos bolillos que ganan algunos afortunado­s.

Hay poco tráfico sobre avenida Cuauhtémoc y, fuera de los formados, pocas personas visitan el jardín Ramón López Velarde, donde se ha instalado el remolque comemóvil. El encierro ha hecho visible a la corte de los milagros.

Los empleados capitalino­s llegan a preparar todo poco antes de las 10 de la mañana. El reparto en empaques de unicel comienza después del mediodía y las 230 raciones (100 más que antes del nuevo coronaviru­s) se terminan en menos de una hora.

La rutina de Luis Alberto Carapia Martínez, estudiante y supervisor de la Sibiso, es recorrer la fila una y otra vez: “¡Por favor, vamos a respetar la sana distancia, ya saben!”

Luis Alberto se sabe de memoria los datos básicos que sus jefes no proporcion­aron a este diario: hay 350 comedores comunitari­os (vecinos organizado­s que cobran 11 pesos por una comida corrida), 11 comemóvile­s y 22 entre “emergentes” y públicos. El objetivo es, dice la informació­n oficial, “garantizar el acceso a servicios sociales de alimentaci­ón en zonas de alta marginació­n”.

El mayor número de raciones se distribuye en la zona de los institutos de especialid­ades, al sur de la ciudad: una cuarta parte de las 2 mil que se reparten diariament­e.

Quienes atienden los comemóvile­s dicen que la mayor parte de los usuarios son personas en situación de calle y que sólo uno de cada cinco es familiar de alguna persona hospitaliz­ada. Añaden, sin embargo, que en las semanas recientes se han sumado damnificad­os del nuevo coronaviru­s.

Juan Jacal Anzures, de 71 años, es uno de ellos. Él y su esposa trabajaban en una cocina en la esquina de Orizaba y Coahuila, en la colonia Roma. “Yo picaba cebolla y todo lo que se necesitaba para vender en la noche”, dice.

La cocina cerró por la contingenc­ia. Su esposa ya consiguió empleo (“de limpieza, ahí por el aeropuerto”), pero él sigue viajando desde Chimalhuac­án, desde hace un mes, en busca de trabajo.

De no ser por las ropas raídas y los zapatos rotos, la escena parecería un día de campo bajo la robusta sombra de los árboles.

“Aquí ya llegó a un paraíso, ¿no?” Habla un hombre enjuto y desdentado, con cierto aire revueltian­o, que carga un montón de papeles maltrechos bajo el brazo. Son sus dibujos.

Dice llamarse Hernán González

Montesinos y asegura que los antisicóti­cos lo dejaron “en calidad de despojo humano”. Agrega: “Tengo mucho que aportar, pero necesito que la sociedad me rescate”.

Hernán pone el apunte serio de la tarde, con cierto aire de reclamo: “Ahora (con la pandemia) somos nota. Ya han venido varios reporteros, antes no venía ninguno”.

Otro día, de esos sin fecha por la pandemia, el menú en el comemóvil cerca del Hospital La Raza es pollo a la jardinera y arroz.

–¿Dónde comían antes las personas que vienen aquí? –se pregunta a Martha Patricia Carrillo, encargada del comedor.

–Pues muchos pepenaban, buscaban en los desperdici­os.

Los servidores públicos recibieron cursos para cuidarse en estos tiempos, además de caretas, cubrebocas y guantes. Aunque el miedo al contagio persiste, Martha Patricia cierra así: “Nos motiva ver a la gente que tiene hambre”.

Luego, el fuerte olor a cloro de la “sanitizaci­ón” diaria se apodera de todo.

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