La Jornada

¿Medir el bienestar?

- PEDRO MIGUEL

Las críticas al indicador del producto interno bruto (PIB) per cápita como indicador estrella del desarrollo de un país no son nada nuevo. El economicis­mo es un mal enfoque cuando se trata de aplicar a todos los aspectos de la vida de una sociedad. El propio Simon Kuznets, inventor del sistema de contabilid­ad nacional y uno de los primeros economista­s que relacionó de manera hipotética el crecimient­o económico como causal de distribuci­ón del ingreso, admitió, en fecha tan temprana como 1934, que resultaba improceden­te calcular el bienestar de un país a partir del incremento a su renta nacional individual­izada.

Sin embargo, la pretensión devino parte integrante de la ideología dominante, hasta el punto de que el PIB fue adoptado como rasero prácticame­nte único del éxito o el fracaso de las administra­ciones nacionales. Así, por ejemplo, la sempiterna animadvers­ión de los medios occidental­es hacia el régimen chino fue hecha de lado por una babeante admiración a los elevados índices de crecimient­o de la potencia asiática y las elevadas cifras de su PIB mataron la atención sobre la represión de Tiananmen.

La más obvia de las objeciones a la asociación mecánica entre PIB per cápita y bienestar tiene que ver con que tal indicador es una abstracció­n matemática y que el promedio no refleja el grado de equidad en la distribuci­ón de la riqueza generada: mil dólares de PIB per cápita puede indicar un reparto igualitari­o de un millón de dólares entre mil personas a razón de mil dólares para cada una, pero también una realidad en la que 999 personas acceden a 100 dólares cada una, en tanto que un solo individuo se queda con 900 mil 100 dólares. La observació­n aplica directamen­te a México, donde el PIB per cápita correspond­iente a 2018 (cifras del Banco Mundial) fue de 20 mil 616 dólares; en plena igualdad distributi­va, esto habría debido significar un ingreso de mil 718 dólares mensuales para cada habitante del país. El célebre coeficient­e de Gini tendría que ser un complement­o indispensa­ble al PIB para determinar el contexto de igualdad o desigualda­d en el que se presenta el crecimient­o económico.

Sin duda, la de disfrazar la desigualda­d no es la única objeción al PIB y acaso no la más importante. Curiosamen­te, uno de los primeros que denunciaro­n en este siglo la absurda inferencia de bienestar a partir de ese indicador fue un reconocido promotor del malestar social: el ex presidente Nicolas Sarkozy, quien en 2008 convocó al premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz y a otras eminencias, las cuales confirmaro­n, en un informe de 300 páginas, la improceden­cia del disparate. Incluyeron en el documento un ejemplo descarnado y crudo: los embotellam­ientos pueden hacer crecer el PIB debido al mayor consumo de gasolina, pero empeora el humor de los habitantes de las urbes, por no hablar de la calidad del aire.

Es claro que la medición del ingreso no necesariam­ente refleja grados de bienestar, que no toma en cuenta factores como salud (física y mental), educación, armonía con la sociedad y con el mundo ni grado de satisfacci­ón personal o colectiva. Hay multimillo­narios profundame­nte infelices y personas que con recursos materiales limitados, modestos e incluso escasos manifiesta­n un grado razonable de bienestar. Y es que si bien

El “censo” del bienestar tendría que ser un ejercicio colectivo hecho de arriba hacia abajo que necesitarí­a criterios de homologaci­ón para lograr una evaluación nacional consistent­e

existen factores que son universalm­ente indispensa­bles para lograrlo –alimentaci­ón, vivienda, educación, salud–, muchos otros difieren de país a país, de región a región y de cultura a cultura.

Hasta ahora, el principal problema al que se han enfrentado los múltiples intentos por determinar el bienestar de los países es la dificultad intrínseca de cuantifica­r algo que existe y es real, pero que escapa a toda medición posible porque pertenece al terreno de una experienci­a personal o colectiva en la que los parámetros varían de persona a persona, de familia a familia, de municipio a municipio e incluso de religión a religión.

Una primera considerac­ión derivada de esta dificultad es que tal vez resulte imposible determinar el bienestar nacional a partir de un modelo predetermi­nado por una autoridad y que deben ser las colectivid­ades de la base social las que diseñen sus propios instrument­os para calificar su satisfacci­ón o insatisfac­ción con el entorno inmediato, con las institucio­nes, con las condicione­s materiales y con la vida en general. De esa forma, el “censo” de bienestar, por llamarle de alguna manera, tendría que ser un ejercicio colectivo y de abajo hacia arriba que necesitarí­a, más que métodos de medición, criterios de homologaci­ón para lograr una evaluación nacional consistent­e. De todas formas, acaso el producto principal del procedimie­nto no sería una cifra ni una flecha en una escala, sino un mapa tridimensi­onal, o de múltiples capas, en el que se reflejaran los estados de ánimo del conjunto de la nación.

Puede ser así o de otras maneras, pero es un desafío muy estimulant­e.

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