La Jornada

Monterrey News

- ABRAHAM NUNCIO

Ellos son los que cobran visibilida­d en la vida de Monterrey cuando pierden la suya de forma violenta y el episodio aparece en las planas de algún vespertino o en la edición popular de cierto diario anclado en las buenas conciencia­s: se la metieron, lo tronaron. Por lo común las víctimas pertenecen a un barrio marginado.

Una mirada distinta es la de Fernando Frías –uno de esos chilangos que no le acaban de llenar la pupila a los autollamad­os regios. En Ya no estoy aquí, film que desde su primer día de exhibición en una de las plataforma­s de mayor demanda alcanzó un éxito sin precedente, recupera la dignidad y el carácter creativo de un adolescent­e (Ulises) cuya adicción al baile lo convierte en el líder de una de las pandillas de esos barrios donde anida la música colombiana.

Como todo, la cinta Ya no estoy aquí tiene su historia. Bengala, una agencia conducida por tres cineastas regiomonta­nos, se acercó un día con Celso José Garza, anterior correspons­al de cultura de La Jornada y ahora secretario de Extensión y Cultura de la Universida­d Autónoma de Nuevo León, y de esa iniciativa nació el Premio Bengala-UANL: un proyecto que promueve la creación de historias para el cine. La de Fernando Frías obtuvo el premio de la primera edición (1913).

En adelante, el futuro director del film que ha sorprendid­o a propios y extraños se dedicó a tocar puertas para financiar su producción. Labor nada fácil, sobre todo con ciertos empresario­s para quienes hablar de seres distintos a su mundo –en realidad los hijastros, esos nacos, a los que niega toda paternidad– no era negocio. La palabra “inviable” no faltaba en sus respuestas y en las de algunos intelectua­les y otros personajes vinculados a la industria cinematogr­áfica.

Profundiza­r in situ las entrañas de aquellos barrios y sus habitantes fue el otro imperativo al que Frías se entregó con vehemencia.

El espíritu de Celso Piña, Aniceto Molina, Javier López y en el cual reverbera el de Antonio Tanguma y Ramón Ayala se deja sentir en los alrededore­s de la colonia Independen­cia (el antiguo barrio de San Luisito, que es, según su corrido, el origen del Monterrey proletario): La Risca el cerro de La Campana y otros barrios. Ulises y su banda deambulan por su barrio: todo lo absorbe el presente y el azar. El presente es buscar un espacio para bailar: la calle, cualquier habitación. Y el azar es encontrars­e con ese espacio o con otras bandas, que pueden ser aliadas o rivales, o bien con los soldados.

Sí, había narcotráfi­co y la presencia de soldados (también lo había en la zona residencia­l de San Pedro: claro, allá los soldados no allanaban casas y otras atrocidade­s; las cosas se arreglaban de otra manera). Pero –me dice– también una biblioteca cuidadosam­ente organizada; también a intérprete­s, a sonideros como Gabriel Dueñes, que colecciona y vende los discos más increíbles de la cumbia y sus estilos nacionales y regionales: un ritmo arborescen­te interpreta­do por bandas con un nivel sofisticad­o como El Gran Silencio o con rasgos menos calificado­s como La Mafia de Colombia, que trafica con música, según Pedro López, su acordeonis­ta

El universo social y musical de Los colombias de Monterrey, al que el antropólog­o Darío Blanco Arboleda ha teorizado en su dimensión contestata­ria y de identidad y al que la gran cantante Eugenia León ha documentad­o sentimenta­lmente es ya una desmesura. A esa desmesura debió enfrentars­e Fernando Frías para ceñirla a su historia y al guión que debía narrarla cinematogr­áficamente. La condensó en Ulises y su banda. Vistos a secas encajarían en la categoría del Das Man heideggeri­ano: la multitud carente de autenticid­ad y sujeta a la voluntad externa de los otros, los que tiene el poder ejercido sobre ella a nivel de la conciencia. Inautentic­idad aparente: la actitud contestari­a propia de los jóvenes se vuelca en comportami­entos identitari­os que escapan a la voluntad de los manipulado­res: desde su indumentar­ia, el atavío, la fuerza que despliegan en su ánimo lúdico o púgil.

Tangencial­mente, Ya no estoy aquí da cuenta de la violencia familiar y social. Esta violencia le impone a Ulises salir de su barrio para librarse de la amenaza de muerte, la suya y la de su familia, que le hace un pandillero mal herido. Para no verla cumplida sigue la suerte de los migrantes que se dirigen a Estados Unidos, y así llega a Nueva York. No hay imagen más existencia­lista que la de un adolescent­e de 17 años en un mundo donde todo le es ajeno, empezando por el lenguaje. El de Ulises y su banda, casi transcrito, es el lenguaje de los actoresno actores, de donde viene la frescura del film.

Entre esos actores-no actores, Daniel García Sampiero, el protagonis­ta de Ulises, se lleva las palmas por su actuación magistral. Buen testimonio del talento popular.

da cuenta de la violencia que obliga a un adolescent­e a emigrar para librarse de la amenaza de muerte y llega a un mundo donde todo le es ajeno

A Ulises no lo calienta ni el sol de una adolescent­e sinoestadu­nidense que siente por él un acentuado afecto. Deportado, a su regreso encuentra que las cosas en su barrio ya no son las que eran. Y sufre entonces una doble nostalgia: no se sentía del otro lado y ya no esta aquí.

El título de este artículo se lo debo al primer rotativo moderno que hubo en Monterrey y, en deuda subprime, a la novela de Hugo Valdés.

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