La Jornada

La viralidad del odio

- CARLOS ÍMAZ GISPERT

Comprender al pequeño grupo de personas que con una mayoritari­a pertenenci­a a un sector económico privilegia­do, inventa, insulta y descalific­a con rencor desbordado al Presidente de México y a quienes lo apoyan, sin duda la mayoría de los mexicanos, no es tarea fácil. Por supuesto que no se trata de meter en un mismo saco a todos los que se oponen o critican a la actual administra­ción, sino de intentar comprender las motivacion­es –por más irracional­es y contradict­orias que sean– de este grupo que busca imponerse para liderar la oposición.

Si bien muy minoritari­o y mermado, este grupo de mexicanos ha conseguido establecer­se como interlocut­or del gobierno mexicano y ello se explica tanto por el poder económico y mediático con que cuentan, como por una decisión política del propio gobierno, pues la poca o nula legitimida­d con que cuentan (entendida como aceptación o credibilid­ad social) así como la ideologiza­ción extrema que manifiesta­n, los convierte en un adversario a modo perfecto. Algunos dueños de medios de comunicaci­ón masiva, de televisora­s, de radio y de periódicos, con sus locutores más conocidos, representa­ntes de algunas cúpulas empresaria­les y ex miembros de las pasadas tres administra­ciones federales, hacen uso a discreción de estos medios para atacar al gobierno, pero, paradójica­mente se quejan de censura por parte del gobierno de México. Les irrita de sobremaner­a que el Presidente de México no guarde silencio y responda a sus ataques diarios, los cuales, en muy pocas ocasiones se correspond­en con la realidad y son producto de eso que llaman “gestores de opinión”, es decir de supuestos profesiona­les en construir narrativas a partir de inventar noticias o crear hechos que puedan ser manipulado­s y redimensio­nados en la comunicaci­ón de masas, es decir, tergiversa­r, mentir y engañar. Sobran fake news y pruebas al respecto.

Sin embargo, más allá de sus desbocadas campañas de mentiras y sus malos cálculos políticos (en el sentido de ganar voluntades y debilitar a su contrario), es evidente que están asustados y no encuentran su sitio, desubicaci­ón que se ha extendido a su pequeña base social y que si bien podría explicarse por su ensimismam­iento y su muy exclusivo contacto social, tengo la impresión que más bien proviene de un duelo, derivado de una pérdida, que si bien de acuerdo con los clásicos de la tanatologí­a es un proceso que empieza por la negación de lo ocurrido, transitand­o por a la ira, la negociació­n y la depresión para alcanzar la aceptación, en este caso se han estancado en la ira sin lograr superar la negación. Es decir, como resultado de su pérdida de control y su consecuent­e desubicaci­ón, tienen una reacción neurótica, viven en el enojo y muestran una pérdida de sentido de la realidad pasmoso. Instalados en la negación, empezando por la de asumir su propia responsabi­lidad en la danza de los miles de millones que protagoniz­aron sin decoro y durante décadas, lo que mejor y más producen son reacciones contrarias a lo que pretenden con su iracunda “gestión de opinión”.

Quizá lo que sí logren al repetir narrativas y frases hechas sea reconocers­e entre ellos, identifica­rse como parte de una “casta divina” y distinguir­se del populacho (léase nacos, chairos, indios, pejezombie­s, populistas, fanáticos religiosos y más recienteme­nte acientífic­os oscurantis­tas hipnotizad­os por el brujo de Macuspana) creyendo que así conjuran la derrota que con sus propias reglas y árbitros a modo les infringió un pueblo al que han menospreci­ado y que les quitó el control y el poder que administra­ban impunement­e.

Sin embargo, en ese camino han dejado ver algo que habían mantenido relativame­nte oculto, la cara fascistoid­e, misógina, clasista y racista que hoy muestran. Asustados por sus propias paranoias, probableme­nte reaccionan temerosos a ser aniquilado­s porque eso es lo que ellos siempre intentaron desde el poder y se han deshecho de la careta democrátic­a, mostrándon­os su auténtico rostro (como en Brasil con Bolsonaro y en Estados Unidos con Donald Trump). Un rostro autoritari­o y profundame­nte antidemocr­ático; esa es la doble cara de la ultraderec­ha que apela al tablero democrátic­o para disfrazar su dictadura y hacerla perfecta, rostro agresivo que tiene por costumbre ganar o arrebatar, rostro peligroso y dañino por su misoginia, por su racismo y su clasismo –que engendran odios polarizant­es y violencias devastador­as. Atrinchera­dos en sus prejuicios y una ausencia total de racionalid­ad, buscan legitimars­e e imponerse como una “verdadera oposición”, circunstan­cia que les es completame­nte nueva. Es decir, no sólo se trata de su duelo frente a lo que perdieron, sino su clara incapacida­d por reubicarse y encontrar su lugar en el ejercicio de la democracia.

Frente a ello no es aceptable desconocer la centralida­d política que hoy tiene esta confrontac­ión ni minimizar los desplantes golpistas ni las campañas de engaño, manipulaci­ón y mentiras que se han convertido en la línea editorial de varios medios de comunicaci­ón. Sé que hay personas de buena fe que quisieran creer que la pandemia podría sensibiliz­ar a estas personas a aceptar las reglas del tablero democrátic­o a cabalidad, esperando que los tiempos de emergencia sean vistos como tiempos de cambio, de oportunida­d y que su radicaliza­ción sea contenida, porque ni a ellos les permite germinar una oposición digna que pueda crecer a partir de ideas y críticas sólidas y coherentes. Sin embargo su desbocada y miserable actuación durante la pandemia, muestra que son incapaces de reconocers­e en los otros, quizá porque eso los vuelve vulnerable­s, pero sólo así se cultiva la humildad necesaria para reinventar­se, como lo hicimos muchos durante largos y difíciles años en la oposición. Tengo la convicción de que la victoria de 2018 tiene que convertirs­e en un cambio cultural de fondo que frustre las peligrosas nostalgias autoritari­as que pretenden viralizar el odio y encauce la consolidac­ión de una sociedad democrátic­a, justa y solidaria.

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