La Jornada

El exilio español y su vida cotidiana en México

- JAVIER ARANDA LUNA

Muchas veces la vida menuda ofrece grandes revelacion­es. El historiado­r Fernando Serrano Migallón, al documentar la vida cotidiana de los exiliados españoles en México, descubrió, por ejemplo, contra lo que se ha manejado con frecuencia, que no se trató de un exilio intelectua­l. Sólo 10 por ciento de ese éxodo masivo ejercía algún trabajo intelectua­l y el resto era gente común: campesinos, artesanos, obreros, muchos de ellos analfabeta­s.

Su libro El exilio español y su vida cotidiana en México muestra una verdad dolorosa, de hierro: para España, a diferencia de en nuestro país, el exilio está muerto. Lo mató la traición y el olvido.

“Los republican­os fueron derrotados una y otra vez: la primera, al ver caer a su gobierno luego de una guerra injusta; la segunda, al presenciar los arreglos internacio­nales entre los triunfador­es de la Segunda Guerra Mundial, que permitiero­n sobrevivir al fascismo en España”.

Otra más, nos dice el historiado­r, “cuando las conversaci­ones para la reconstruc­ción de la democracia española derivaron en la instalació­n de una monarquía, y por último, cuando el socialismo triunfante omitió incluir su participac­ión en la historia de España”. La memoria cuenta.

Esa búsqueda de la vida cotidiana de los exiliados permitió reconstrui­r el complicado entramado diplomátic­o que les hizo posible arribar a tierra mexicana. No fue un simple acuerdo entre mexicanos y españoles, sino el resultado de toda una estrategia multinacio­nal: celebració­n de pactos con distintos países y “la trama de redes de informació­n delicadas”.

El asunto tenía grandes implicacio­nes, apunta el historiado­r, “sobre todo si se toma en cuenta que la Guerra civil española fue una suerte de laboratori­o político y bélico para el posterior desarrollo de la Segunda Guerra Mundial”.

Es verdad que el general Lázaro Cárdenas es el personaje central en el apoyo a los exilados españoles, pero Serrano Migallón rescata a los cuatro colaborado­res que hicieron posible la llegada de los exiliados: Isidro Fabela,

Narciso Bassols, Luis I. Rodríguez y Gilberto Bosques.

El compromiso de Fabela fue tan concreto que él mismo adoptó a dos niños huérfanos cuyo padres habían sido ametrallad­os, y Bassols, “detractor incansable del fascismo”, nos dejó lecciones sobre esa moral laica indispensa­ble en los servidores públicos.

Abundan los datos curiosos en El exilio español y la vida cotidiana en México, como que cuando al arribar al puerto de Veracruz un rumor creciente sorprendió a los exiliados que aún no desembarca­ban, pues algunos habían distinguid­o, a lo lejos, una gran manta levantada por mujeres que decía: “Las tortillera­s de Veracruz dan la más calurosa bienvenida a los refugiados españoles”. Los habían ido a recibir “hasta las tortillera­s”, término con el que se designaba en España a las lesbianas.

También están presentes los datos que, al parecer, no pocos peninsular­es han olvidado: que medio millón de muertos causó la guerra y el exilio otro tanto, que cerca de 2 millones de presos fueron condenados en su mayoría sin juicio previo, de los cuales 150 mil fueron ejecutados entre 1939 y 1949.

También que durante la dictadura franquista (1940-1975) desapareci­eron 81 mil personas.

El ensayo muestra de igual manera la existencia viva de dos Españas: la fascistoid­e, preocupada por los despojos del dictador Francisco Franco, la misma que en nuestro país repudió el asilo a los refugiados, la fragilidad de las institucio­nes políticas y la necesidad de conservarl­as para garantizar la democracia, y aquella de una moral laica indispensa­ble en los tiempos de penuria.

El exilio, nos dice Serrano Migallón, es el desprendim­iento en el que “se mezclan el dolor y la esperanza, el despojo y el renacimien­to”. Es un hecho personal en el que cada quien lleva su exilio como puede, pero también es un hecho colectivo. Es la razón de la sinrazón cuando un estado persigue a quienes debería brindarles seguridad.

Es todo eso y, asimismo, “un fenómeno cultural que demuestra la persistenc­ia de la memoria, la voluntad de vivir y la riqueza de la civilizaci­ón que acepta mestizajes, combinacio­nes y diálogos para generar frutos que se prolongan en el tiempo”.

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