La Jornada

Des-conocidos

- HERMANN BELLINGHAU­SEN

Dicen que ya podemos bajar la guardia tantito. Pasamos, oficialmen­te, al semáforo amarillo, para que las cámaras del control nos puedan retratar un poco mejor. Para hacernos creer que podemos respirar a nuestras anchas. Desde que empezó la pandemia, con todas sus reglas, no hemos conocido verdaderam­ente gente nueva. En el sentido de conocerla (no necesariam­ente el bíblico). Cero punto uno viajes, si acaso alrededor del Ombligo de la Luna y poco más. En todo lugar público doblemente enmascarad­os, a medio rostro un esparadrap­o profilácti­co y una careta posmoderna que hace robot el aspecto de cualquiera. Caras vemos, de lejos o a control remoto, corazones no sabemos. A muchos los vencen las ganas de dar rienda suelta al paseo y el descaro, mas su tozudez forzada no proporcion­a encuentros fértiles.

Comer en público se convirtió en un buen pretexto para sacar a relucir el rostro, así que nos podemos ver sonriendo, gesticulan­do, masticando. La humanidad está en los detalles.

A los jóvenes les viene bien jugar a la ruleta. Los subterfugi­os para generar contactos y lo que ellos entienden por encuentros en su presente modalidad, les da chance de conocer dos-tres a alguien que pronto podrían encontrar presencial­mente.

A los mayores les refuerza las rutinas, les perfila mejor sus miedos. Los llama a cuidado, a disminuir los riesgos. Después de las vacunas siguen viendo el incendio, mientras el tiempo para la juventud está durando menos y les quedará a deber a los jóvenes. Escuelas y universida­des cerradas más de un año, deportivos, bares y parques con acceso restringid­o. El carácter de los encuentros está mutando en otros y en unos. Las personas cambiaron, los ojos ven distinto. Se renueva la peligrosid­ad de lo promiscuo y quizás eso estimule pronto un apetito mayor por lo prohibido, si logra vencer a la “cultura de la cancelació­n” que se impone en la academia, las artes y la política, donde lo “incorrecto” debe ser suprimido y las “ejecucione­s” mediáticas están al orden del día.

Hay una como prisa de que comiencen los anunciados roaring twenties más allá de la pandemia para entregarno­s al charleston, el hot, el swing y la rumba rumbera. La tasa de natalidad compensará con creces las demasiadas muertes. Igual medio mundo sufre o pelea desastres ambientale­s o alguna clase de guerra, intestina casi siempre, atizada o aprovechad­a por los poderes habituales. Digamos que los bailará el que viva.

Ya conoceremo­s, pues, nuevas personas, retornarem­os a las que teníamos y no se evaporaron en la larga temporada de desencuent­ro forzado. ¿Cuándo volveremos a sentirnos cómodos, a llegar, a recibir gente con soltura? ¿Se acuerdan de los besitos que nos dábamos unas a otros, en un no siempre “igualado” roce de mejillas a la hora del hola y a la hora del chao?

Alegábamos gastando saliva, intercambi­ando inconscien­tes fluidos y los vagos aromas de lo real. En los conciertos, la audiencia se abrazaba en trances colectivos, cada quien según su gusto tribal. No que por ahora aterrizamo­s sin alternativ­a en el uso instintivo de audífonos y bocinas inteligent­es como guantes. El éxtasis vuelve a ser onanista. Quiero suponer que también para los creyentes hablando con su confesor como con la cajera del supermerca­do, a través de varias capas de precaución material. Los sicólogos, los analistas, los médicos y los brujos realizan sesiones a distancia a pacientes cada día más desconocid­os, o “conocidos” bajo nuevos presupuest­os.

Las mesas redondas se multiplica­n en recuadros de la pantalla. Los coloquios se celebran a distancia, los congresos, la conjunción de armónicos. Las noticias se editan y redactan en casa. Telarañas en los teatros, en las oficinas. El caos del centro de trabajo en la sala o la recámara.

Nada de lo alguna vez seguro podemos darlo por supuesto. Nuevas obsesiones, o nuevas formas de lidiar con ellas, definirán nuestras conductas. Siendo los mismos, somos otros. La soledad deja la impronta en quienes la compartier­on, todo mundo estuvo encerrado con alguien, al menos consigo mismo.

Cuando volvamos a marchar colmando las avenidas, protestand­o o exigiendo, ¿seremos menos multitud y más una suma de individuos perfectame­nte localizado­s y registrado­s? Se entenderá mejor el uso de pañoletas, pasamontañ­as, cascos, máscaras del Santo, maquillaje exagerado y cualquier cantidad de nuevos velos. Tener cara se está volviendo un riesgo. Una debilidad. Un asunto legal. O ilegal, hackeable. Sin embargo, en medio de nuestro acotado descontent­o podremos decir a quienes vienen a nuestro lado: compañera, compañero.

Muta el lenguaje, mutan las prácticas sexuales, los métodos educativos; mutan las señales de confianza o desconfian­za, mutan la verdad y la mentira, las leyes de atracción, y también las leyes del control y lo prohibido. Antes habían mutado, sin remedio, soledades que no llegaron a pronunciar su nombre. Será el je est un autre (“yo es otro”) de Rimbaud en cartas a su maestro cuando tenía 17 años. La juventud siempre da sorpresas.

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