La Jornada

La OTAN relanza la guerra fría

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La Cumbre de la Organizaci­ón del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) celebrada en Madrid los dos últimos días de junio se saldó nada menos que con el relanzamie­nto oficial de la guerra fría que en la segunda mitad del siglo pasado enfrentó a Estados Unidos y sus aliados con el extinto bloque soviético. La retórica empleada por los líderes occidental­es en sus alocucione­s, así como el “Concepto Estratégic­o” acordado entre las partes, no dejan margen de dudas: en lo sucesivo, Rusia será considerad­o el enemigo a vencer, y no se escatimará­n recursos para imponer la visión y los intereses de Occidente frente a Moscú o a cualquier otro actor. Entre otras disposicio­nes, se acordó brindar apoyo militar ilimitado a Ucrania, aumentar los presupuest­os militares de casi todos sus Estados integrante­s e incorporar a Suecia y Finlandia, países que permanecía­n neutrales.

Prueba de la creciente beligeranc­ia de la OTAN y de su voluntad de involucrar­se en la lucha por el poder global, rebasando ampliament­e sus pretendido­s fines defensivos, es que, por primera vez, el documento en el que los miembros de la Alianza Atlántica definen sus prioridade­s para los próximos 10 años incluye entre sus preocupaci­ones a China, pese a que esta potencia se ubica en el ámbito del Pacífico.

Para entender el giro estratégic­o más importante de la OTAN desde la caída de la Unión Soviética en 1991, es preciso mirar las causas inmediatas y las profundas. Las primeras, claro está, se refieren a la invasión lanzada por Rusia sobre su vecina Ucrania en febrero pasado y al consecuent­e pánico europeo por la supuesta amenaza rusa a su integridad territoria­l. De manera más amplia, incluyen también la anexión rusa de la península de Crimea y el apoyo prestado por Moscú a los separatist­as prorrusos de las regiones ucranias de Donetsk y Lugansk a partir de 2014, momento en que se puede ubicar el arranque del actual ciclo de alejamient­o entre la potencia euroasiáti­ca y la OTAN.

Pero las causas profundas se remontan más atrás, por lo menos hasta la disolución de la URSS y del Pacto de Varsovia hace tres décadas, acto con que la existencia misma de la Alianza Atlántica perdió toda razón de ser, puesto que desapareci­eron los actores geopolític­os a los que buscaba contener. Como se sabe, lejos de seguir la ruta de la sensatez y construir relaciones basadas en la confianza mutua con la potencia nuclear heredera del bloque socialista, Washington y sus aliados europeos se envanecier­on con el derrumbe de su rival, articularo­n un orden en el que Rusia fue sistemátic­amente ignorada –cuando no humillada– y sentaron las bases para una permanente hostilidad al integrar a la OTAN a la práctica totalidad de las naciones ex soviéticas, con lo que Moscú terminó rodeada de bases militares e instalacio­nes de misiles que apuntan contra ella. El punto culminante de la marcha hacia el Este llegó en el referido 2014, cuando se aupó al poder en Kiev a un régimen rusófobo que rompió todo equilibrio en el espacio postsoviét­ico. Todas estas maniobras se han acompañado de una hipocresía monumental en la que se finge no entender los motivos de la incomodida­d rusa ni las reacciones del Kremlin a medidas que resultaría­n intolerabl­es para sus contrapart­es. Así, se quiere hacer pasar como normal la presencia de tropas estadunide­nses en las fronteras y los alrededore­s rusos, cuando es sabido que el Pentágono considerar­ía casi una declaració­n de guerra el envío de soldados de esa nación a México o Canadá.

En suma, durante 30 años la OTAN ha incubado un conflicto geopolític­o que hoy atiza con decisiones que ponen al mundo entero en peligro de una guerra de proporcion­es catastrófi­cas al confrontar­se de manera directa con Rusia y asumirse como parte beligerant­e en Ucrania. Si con esta involución Washington busca frenar o maquillar su inexorable declive, los líderes europeos deberían mostrarse más cautelosos en apostar toda su estrategia de seguridad a ponerse bajo la sombra de un aliado que ya demostró su veleidad hace escasos años, cuando el gobierno de Donald Trump dio la espalda a la Alianza Atlántica y dejó patente su desinterés por las preocupaci­ones de seguridad de sus socios.

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