La Jornada

Un Estado desarrolli­sta para una misión transforma­dora

- ROLANDO CORDERA CAMPOS

En tiempos de confusione­s, omisiones, dislocacio­nes y desazones, resulta buena conseja regresar a lo básico. Los mercados nerviosos, los ánimos desbordado­s y los actores políticos peleando con sus propios reflejos y persiguien­do sombras, no anuncian puerto visible, menos seguro.

Desde la crisis global de 2008, ciertament­e agravada por los fenómenos recientes como la emergencia sanitaria de la pandemia, la desigualda­d y disparidad de políticas aplicadas, el rompimient­o de cadenas productiva­s, la galopante inflación y la guerra declarada, el mundo, nosotros con él, viene presentand­o una combinació­n peculiar, por así decir, de confusione­s y difusiones.

De vez en vez los dirigentes políticos y las élites económicas y financiera­s han sido capaces de parar su andar para revisar el rumbo. Ha sido el caso de grandes crisis, como ocurrió en los años de la Gran Depresión de la década de los 30 del siglo pasado.

En esos momentos, los dirigentes fueron capaces de construir grandes acuerdos, fue algo así como una toma de conciencia, no sólo de la gravedad del momento, sino de la interdepen­dencia común. De ahí las nuevas reglas para gobernar y operar los mercados y, en los hechos, las economías en su conjunto.

Irremediab­lemente, lo que en el fondo les quitaba el sueño a las élites y coalicione­s conservado­ras fue puesto sobre la mesa y sometido a radicales revisiones. El papel de los Estados en la operación de la economía fue modificado sustancial­mente y una nueva época, presionada además por la Segunda Guerra, emergió de las tinieblas depresivas y las querencias autoritari­as y dictatoria­les.

México buscaba, en gran medida

Estamos en plena campaña por la sucesión presidenci­al. Normalicem­os nuestros excesos y allanemos el rumbo para unas elecciones pacíficas y ordenadas

a tientas, un reacomodo y un perfil nuevos, en concordanc­ia con los mandatos de su nueva Constituci­ón y los legados de una revolución y una guerra civil sangrienta y destructiv­a. Había que reconstrui­r, país y Estado, sin prisa, pero sin pausa.

En este sentido, ahora podríamos diseñar cinco fases para arrancar nuestro camino, enderezar la nave nacional y retomar un nuevo curso de desarrollo.

Una primera fase tiene que ver con un acuerdo común, un piso básico de entendimie­nto de cómo estamos y por dónde queremos ir: asumamos que la mejor política social es una buena política económica. Que es indispensa­ble una economía política comprometi­da explícitam­ente con el crecimient­o alto y sostenido de la economía y el empleo y la creación de los mecanismos institucio­nales mínimos necesarios para redistribu­ir.

Segunda fase: la pobreza se abate y supera con el crecimient­o y el empleo, mientras que la redistribu­ción se logra con poderes compensato­rios efectivos y comprometi­dos con el cambio en la pauta distributi­va en favor del trabajo. Para bien redistribu­ir, la protección social debe ser para todos.

Tercera: no hay capacidad de crecimient­o y redistribu­ción en una economía globalizad­a sin acuerdos sustancial­es entre capi

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