La Jornada

Cuatro varitos

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Y si se te adelanta, peleas con él para arrebatarl­e lo que piensas que es tuyo, aunque te arriesgues a que te muerda. Una vez me enfrenté a un perro que por poquito me arranca un dedo, pero salí ganándole un cacho de telera. Te juro que nunca ha vuelto a saberme nada tan bien, ni siquiera el bolillito que nos dan aquí en la mañana, antes de que tengamos que irnos. Aprovecho para decirte que en este lugar hay reglas. Están escritas sobre la cartulina pegada en la puerta y en otra que está en el baño. ¡Un asco! Pero con el tiempo te acostumbra­s y ya ni te das cuenta de las asquerosid­ades.

(Eusebio regresa al sitio en donde se encuentra el recién ingresado al refugio y lo mira con una mezcla de simpatía y lástima.)

Eusebio: –Te veo dormir y siento una pinche envidia que no te imaginas.

Hace años que no duermo de corrido. A cada rato me despierto y tengo que levantarme. Si me quedo acostado me entra la desesperac­ión, me pica todo el cuerpo y sudo como puerco. No me sentiría tan mal si me permitiera­n encender la luz o fumar. Aquí está prohibido: ya te dije, hay reglas. Si no las cumples nomás no vuelven a recibirte y tienes que dormir bajo los puentes, en algún registro de la luz, en el atrio de alguna iglesia o en plena calle. En eso tengo mucha experienci­a. Cuando era chico, si cometía alguna pendejada o fallaba en la escuela, en castigo, mi padre me mandaba a dormir en la calle sin importarle que lloviera, ni las súplicas de mi madre o mis promesas de que ya iba a poner más atención en las clases. Por lo que acabo de contarte pensarás que mi jefe era un hijo de su reputísima, pero fíjate que no. Él fue un buen padre: jamás me puso la mano encima, ni siquiera para darme un abrazo. Para él ese tipo de muestras de cariño eran prueba de que algo tenías chueco y te

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