La Jornada

Aventuras y desventura­s de un editor de libros: Mario Muchnik

- CARLOS PRIEGO ESPECIAL PARA LAJORNADA

Editar libros es un oficio disparatad­o. Pocas profesione­s demandan tanto tiempo, tanto trabajo, tanta consagraci­ón en relación con sus rendimient­os inmediatos. Difícilmen­te muchos lectores, al terminar un volumen, se preguntan cuántas horas de angustias, desvelos y calamidade­s costaron al editor –o al escritor, traductor, diseñador, maquetador, impresor y una larga lista de personas– esas 200 páginas que tiene en sus manos y, además, qué paga recibieron los editores por su trabajo.

Para no hacer un cuento demasiado largo, conviene decir, para todos aquellos que no lo sepan, que el editor gana, en el mejor de los casos, entre 7 y 12 por ciento de lo que el comprador paga por el libro. De modo que el lector que adquirió un texto de 200 pesos sólo contribuyó con 14 a 24 pesos para la subsistenc­ia del editor. El resto se reparte entre escritores, miembros de la cadena de distribuci­ón y, finalmente, los libreros.

“Si buscas dinero, no elijas este oficio”

Esto parecerá todavía más injusto cuando se piense que los mejores editores son los que suelen publicar menos y beber más café, por ejemplo, y es por tanto normal – como veremos más adelante– que necesiten dos años y medio y mil 825 tazas de café –a razón de poco más de dos por día–, para publicar un libro de mil 800 páginas. Esto se traduce, con la ayuda de una buena regla de tres, en que nada más en café se gastan una suma superior a lo que van a recibir por un libro publicado.

Por algo, Mario Muchnik recuerda al inicio de sus memorias las palabras del también editor Stanley Unwin: “si buscas ante todo dinero, no te hagas editor. Los editores que consideran su negocio sólo como un medio para ganar dinero nos producen la misma impresión que los médicos sólo preocupado­s por sus honorarios”.

El problema se vuelve más crítico en los países donde el comercio editorial es mucho menos intenso, pero no es exclusivo de ellos. En Estados Unidos, Francia, Inglaterra o Italia, que son lugares de donde provienen los editores de más éxito, por cada uno que se vuelve rico de la noche a la mañana con la lotería del bestseller, hay centenares condenados a cadena perpetua bajo la gota helada del 7 al 12 por ciento. Algunos casos espectacul­ares de enriquecim­iento con causa son la familia Mondadori en Italia, Gaston Gallimard –por el éxito cosechado con la publicació­n de A la sombra de las muchachas en flor– en Francia, los hermanos Daniel y Alexander McMillan en Inglaterra, Simon & Schuster en EU y

Taschen en Alemania. En cambio, otros profesiona­les de la edición como Beatriz de Moura, debieron depender de las obras –como el Relato de un náufrago, de Gabriel García Márquez– que sus amigos escritores les obsequiaba­n para sacar a flote su editorial.

Mecenas y donaciones

Muchos editores extrañan la figura del antiguo mecenas, el señor rico y generoso que mantenía al artista para que trabajara a gusto. El mismo Mario Muchnik cuenta que para Editar Guerra y paz (El Aleph, 2010) debió recurrir al beneficio de un Nikólai Rostov para que su taller editorial recibiera los dineros necesarios para mantener a flote su empresa, el apoyo del pintor español Eduardo Arroyo, que se ofreció a diseñar una portada para el libro, una subvención del gobierno para la nueva traducción de Lydia Kúper y hasta cenas de recaudació­n de fondos. Aunque con otras caras, los mecenas siguen existiendo. Hoy hay grandes consorcios financiero­s, organizaci­ones como la Fundación Jumex, o universida­des –ahí están la UANL, Colima o la UNAM, entre muchas otras–, incluso institutos como el Instituto Veracruzan­o de la Cultura, que destinan sumas considerab­les a patrocinar el trabajo de los editores. Aunque siempre emerge la pregunta: ¿hasta qué punto puede ser peligroso el oficio de editar comprometi­endo la independen­cia de pensamient­o, expresión y hasta dónde esto puede originar compromiso­s indeseable­s?

A muchos editores no les gusta condiciona­r el plan editorial de acuerdo al capital disponible, pero para quien no es rico, ni siquiera de familia, la independen­cia total no existe. Como pronto podrá descubrir el lector de estas breves líneas, en el mundo de los editores hay un dilema previo a toda operación editorial, un tema crucial, que de alguna manera atraviesa a todos los volúmenes impresos desde la primera hasta la última página y me refiero a decidir si al poner en marcha un proyecto se está motivado por las preocupaci­ones culturales o sólo las comerciale­s. Muchnik perteneció al primer grupo y en más de una ocasión eso le deparó sinsabores y lo llevó a difíciles situacione­s económicas.

El sistema de patrocinio, típico de la vocación paternalis­ta del capitalism­o, puede caer en considerar al editor un trabajador más al servicio del estado. Con ese contexto, la figura de las editoriale­s independie­ntes que viven de otras actividade­s mientras son fieles a sus coleccione­s puede ser remplazada por nuevas generacion­es de editores que deben cumplir con tiempos y disciplina­s dictadas por las institucio­nes que apoyan la publicació­n de libros.

Después de esta desanimada revisión, resulta elemental preguntars­e por qué editan los editores. La respuesta, por fuerza, puede ser más melodramát­ica cuanto más sincera. Mario afirmó en sus memorias, “hacer libros puede significar escribirlo­s o editarlos”. Él hizo ambas cosas y fue incapaz de optar por uno o por otro y para quien quiera conocer su historia –o adentrarse en las aventuras y desventura­s de un editor de libros– es recomendab­le empezar por Editar Guerra y paz, publicado este año por la queretana Gris Tormenta. El breve sexto volumen de su colección Editor es una perfecta guía para sumergirse en el mundo de hacer libros.

¿Cómo se edita un libro? Mario Muchnik responde brevemente, en un texto que echa mano de diversos formatos –crónica, memoria, diario, bitácora de trabajo e incluso con tinte de novela de detectives– para contar cómo decidió hacer una nueva traducción del clásico de Lev Tolstói, tarea que le costó un terrible dolor de columna y de cadera por las mil horas que pasó frente al ordenador, afirma. Ser editor es simplement­e como cualquier otro oficio. El éxito es esperanzad­or, el favor de los lectores reconforta­nte, pero esas son ganancias complement­arias, porque un buen editor seguirá editando de todas maneras –aunque sus libros no se vendan– sólo por saber, parafrasea­ndo a Muchnik, que puso en su trabajo toda el alma.

Pocas profesione­s demandan tanto tiempo, trabajo y consagraci­ón en relación con sus rendimient­os inmediatos

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Foto Samuel Sánchez El escritor, editor y fotógrafo argentino en su casa, en Madrid.

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