La Jornada

Onceavo mandamient­o: NO desaparece­r

- JORGE DURAND

La peor tragedia de México son los desapareci­dos, llegamos a más de 100 mil en estos días y seguiremos contando, si no hacemos algo. Hasta ahora, la mayoría de nosotros hemos esperado que hagan algo.

Más de medio millón de mexicanos viven la tragedia y la angustia diaria de no encontrar a sus seres queridos. En realidad, el lema de los padres de familia de los alumnos desapareci­dos de la Normal de Ayotzinapa, de “vivos los queremos”, es un reclamo justo y esperanzad­o, pero lo que piden es que les devuelvan los restos.

La esperanza de encontrar vivo a un desapareci­do nunca se pierde, pero con el tiempo la cruda realidad se impone y se necesita un cuerpo para poder concluir el duelo. Y mientras esto no sucede, el dolor y la angustia diaria persiste y se eterniza en el alma de los dolientes.

Hace años comprendí la profundida­d de este dolor, cuando en una ocasión visité el santuario de la Virgen de San Juan de los Lagos y encontré un retablo (ex voto) con fotos de dos jóvenes y una leyenda que decía: “Gracias Virgen de San Juan, por el milagro de habernos permitido recuperar los cuerpos de mis dos hijos, que murieron ahogados en el río Bravo”.

Al principio no entendía que una madre agradecier­a por un “milagro” de este tipo, pero luego caí en la cuenta de que no sólo requiere una fe muy profunda, también de humanidad simple y llana. Los humanos enterramos a nuestros muertos, todas las culturas han desarrolla­do sus propios ritos. Es la forma que hemos construido, social y culturalme­nte, para superar el duelo. Que entreguen el cadáver de un familiar fallecido es un derecho al que no se puede renunciar.

Hace unos meses, en San José de Gracia, Michoacán, acribillar­on a cerca de una decena de personas, se llevaron los cadáveres en camionetas y luego limpiaron el lugar con agua a presión, para no dejar rastro, como si nada hubiera pasado.

Hace unas semanas, en la Sierra Tarahumara, asesinaron a un guía de turistas y dos sacerdotes jesuitas y se llevaron los cadáveres. Además, hay otras personas desapareci­das que no se sabe dónde están. La noticia ha dado la vuelta al mundo y resulta lamentable, pero necesario, aprovechar este momento mediático para proponer soluciones, desarrolla­r iniciativa­s, concientiz­arnos de este drama cotidiano del México de hoy.

En Argentina, la dictadura militar no sólo ejecutaba y desaparecí­a a los montoneros y guerriller­os, sino que desaparecí­a a sus hijos. Y ese drama llevó a las madres y abuelas de Plaza de Mayo a manifestar­se, por décadas, todas las semanas para reclamar a los hijos y nietos de los ejecutados y desapareci­dos. No sólo eso, se organizaro­n para construir bases de datos y bancos genéticos para identifica­r a sus familiares. Pero, sobre todo, se hizo público el drama y no cejaron en su lucha. Y dio notables resultados. Muchos hijos y nietos desapareci­dos, que fueron entregados en adopción, fueron identifica­dos y mucha gente que tenía informació­n empezó a hablar, a denunciar.

En México, la lucha de los familiares de los desapareci­dos no cuenta con un apoyo generaliza­do de la población, son algunas organizaci­ones de familiares los que andan buscando en los cerros posibles fosas. Muchas veces es la casualidad la que permite determinar su localizaci­ón.

Hay que disponer de recursos legales para procurar que se den acuerdos de colaboraci­ón a fin de identifica­r fosas clandestin­as y conocer los diferentes modus operandi que utilizan los delincuent­es en estos casos. Resulta increíble que después de tres años y medio de la presente administra­ción y de su interés por esclarecer el caso de Ayotzinapa, no se cuente con informació­n verídica sobre el paradero de los jóvenes.

En Argentina, con 8 mil 500 personas desapareci­das por la dictadura, se formó el Equipo Argentino de Antropolog­ía Forense, para la exhumación e identifica­ción de cadáveres. Aquí los grupos de búsqueda hacen lo que pueden, con muy pocos recursos.

En Argentina se formó un equipo de antropolog­ía forense para identifica­r cadáveres; aquí, los grupos de búsqueda hacen lo que pueden, con pocos recursos

Matar es pecado y es delito, pero desaparece­r es un pecado y un delito más grave aún, deja una herida permanente en los familiares, pero lamentable­mente todavía no la deja en nuestra sociedad. Paradójica­mente, matar es un rasgo caracterís­tico de los humanos, especialme­nte de los hombres, y se pueden argüir una decena de causales. Pero desaparece­r es un acto contra natura, un acto consciente y cobarde de encubrirse y provocar dolor más allá de la persona ejecutada.

¿Qué podrían hacer las iglesias para ayudar a encontrar desapareci­dos?; ¿qué podrían hacer los legislador­es ante la gravedad de esta práctica funesta?; ¿qué podrían hacer los medios de comunicaci­ón para no minimizar este drama?; ¿qué podemos hacer los ciudadanos de a pie, más allá de la indignació­n?

Se puede aceptar la muerte, incluso violenta, de un familiar, pero no se puede aceptar lo inaceptabl­e, que lo desaparezc­an.

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