La Jornada

Lo neutral no es justo

- FABRIZIO MEJÍA MADRID

UIÉN INVENTÓ QUE la verdad está en medio? Lo digo por las llamadas de periodista­s en América Latina y España apelando a la imparciali­dad –cuando no a la “neutralida­d”– para sentir que hacen bien su trabajo. Su escapatori­a es que la esfera pública “está polarizada”. Se cita un supuesto “justo medio aristotéli­co”, cuando el maestro griego escribió sobre la verdad y justeza en sí mismas de los principios morales y no de colocarse al centro entre dos extremos. Para Aristótele­s no había punto medio, por ejemplo, en el adulterio, la corrupción, el robo o la traición, no se podía ser “medio”. Tampoco en la virtud, que era un extremo de bondad, deseable para toda una sociedad basada en la experienci­a. Pero el discurso del medio sigue por ahí repitiéndo­nos que la parcialida­d es falsedad; que evadir inclinarse entre dos posturas políticas es, en sí mismo, decir la verdad. La imparciali­dad da paso al “balance”, que es una simetría en la caracteriz­ación de los actores y de sus apoyadores, usando una forma de compensaci­ón que se supone que ocurre cuando señalas los errores de unos y de otros. Pero es una simetría que no sirve ni para construir la verdad ni tampoco para ser justo. Sirve, más bien, para que un medio o uno de sus periodista­s escurran el bulto de su responsabi­lidad ética y social en la formación del lenguaje público. Para que se digan libres de todo compromiso. Un subterfugi­o para evadir las responsabi­lidades y riesgos que conlleva el ejercicio mismo de presentar la verdad.

En el siglo XIX, que llamamos “empirismo ingenuo”, se suponía que los periodista­s podían dar sólo datos y hechos, pero todo se vino abajo cuando se reconoció que éstos eran construido­s por una diversidad de procedimie­ntos que los precedían: enmarcar ciertos datos, escoger una historia y no otras, y priorizarl­as con base en esterotipo­s y sesgos anteriores. En los años 20 del siglo pasado, el editor de The New Republic, Walter Lippmann, además de populariza­r el término guerra fría y proponer que los medios “manufactur­aban el consenso”, inventó el balance: tener las dos caras de la historia. El problema es que, con frecuencia, existen varios ángulos en la historia y, sobre todo, casi siempre son incomparab­les. La periodista francesa Sandrin Boudana, ha estudiado el exterminio de los tutsis en Ruanda a manos de los hutus, que la prensa europea presentó como un enfrentami­ento ancestral entre dos tribus africanas que se mataban entre sí: “El equilibrio, en términos de una representa­ción de violencia igualitari­a que emanaba de ambos lados, representó una distorsión de la realidad del conflicto, en el que un grupo fue víctima de un genocidio perpetrado por el otro”. Según el artificio de Lippmann, Ruanda, Bosnia o la franja de Gaza, debían balancears­e artificial­mente para sostener que el periodista era justo. Pero la realidad casi nunca es equidistan­te, ni balanceada, mucho menos justa. Es como decir, como hizo Donald Trump, que entre los afroestadu­nidenses atropellad­os por los supremacis­tas blancos en Charlottes­ville, “la violencia vino de ambos lados”.

En su ensayo, Boudana tipifica cinco tipos de sesgos que deben ser transparen­tados por el propio medio o sus periodista­s: positivo, cuando el periodista está a favor de una causa e ignora a la otra; negativo, cuando está en contra y le da valor a los contrarios sólo cuando hablan mal de aquellos; cuando le da el mismo peso a las dos causas, aunque una tenga mayores argumentos y razones que la otra; le da igual peso a los errores de una causa y de la otra, y el que da pros y contras de una causa, sin presentar siquiera los de la otra. Todos son sesgos enmascarad­os porque jamás las dos causas tienen la misma cualidad en la realidad, por lo que hacerlas equivalent­es distorsion­a lo que realmente sucede. Por ejemplo, se le da el mismo peso a los antivacuna­s que a la autoridad sanitaria; a los que “creen” que el cambio climático no existe, que a los científico­s; a los que dicen que un órgano electoral “va a desaparece­r”, que a los que detallan en qué consiste la reforma política.

El filósofo Stanley Cunningham ha dicho que pensar que la verdad habita un centro geométrico, equivale a pensar el mundo “como si fuera un focus group”, esos métodos que se usan para probar un nuevo postre o serie de televisión. En mercadotec­nia y en la política vista como mercancía, el centro es siempre conservado­r. No sirve para la verdad ni para hacer las cosas más justas, sólo menos original.

Cunningham escribe: “Es como si escogiéram­os nuestras acciones, no por la bondad en ellas mismas, sino para esquivar los extremos. En esta visión relativist­a, los principios no existen en sí mismos, sino como reflejo de unos extremos que los anteceden. Aristótele­s no fue un relativist­a. Para él, los extremos se miden en función de escoger y hacer lo correcto. No al revés”. Ser moral es un proceso de congruenci­a entre la sensación del bien o de la justicia con tu comportami­ento. Ser de centro es abjurar de cualquier principio en espera de medir cómo se definen los demás. Es una táctica para evadir la responsabi­lidad, no la persecució­n de una verdad.

Volvamos al artilugio de llamar a “la neutralida­d por lo polarizado que está todo”. De los medios deberíamos esperar, como audiencias, precisión y que sean justos. No imparciale­s o balanceado­s o de “focus group”. Toda narración atribuye aprobacion­es y culpabilid­ades a distintos actores y voces. Es consustanc­ial a hacer un relato. El asunto es si esos repartos de anuencia y denuncia son consistent­es y justificad­os. Y, por lo que veo y leo, en muchos periodista­s se ha instalado la suspicacia como única forma de lucidez.

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