La Jornada

¿Qué queremos que el pasado cuente de nosotros?

- BEÑAT ZALDUA

Para bien o para mal, nunca se sabe, a quien esto escribe le tocó nacer en el País Vasco, una pequeña nación de unos 3 millones de habitantes que abraza el golfo de Bizkaia, salta de lado a lado de los Pirineos y cuenta con un idioma propio, el vasco (euskara), que continúa siendo un misterio para lingüistas e historiado­res, al ser más antiguo que el resto de las lenguas indoeurope­as dominantes en el continente.

Esta semana se ha presentado al público el escrito en lengua vascónica –origen del vasco actual– más antiguo conocido hasta la fecha. Se trata de una mano de bronce con una inscripció­n grabada con varias caracterís­ticas propias de la lengua vascona y con una primera palabra que no necesita traducción al idioma que se habla actualment­e: “sorioneku” se parece demasiado al actual “zorioneko”, que viene a ser algo así como “afortunado”. La pieza, que ha sido hallada en el yacimiento de Irulegi, data del siglo I antes de Cristo y revela, en contra de lo que se creía, que el vascón era un pueblo letrado antes de que llegasen los romanos.

Retirando de la ecuación a los eternos aspirantes a enfants terribles, pueden imaginarse la alegría que ha generado el hallazgo, más al haberse realizado en la región de Navarra, donde autoridade­s poco amigas del euskara actual ponen trabas constantes a la transmisió­n y la normalizac­ión de una lengua que sólo el compromiso popular de la gente rescató de la persecució­n franquista durante la dictadura. Esta semana todos los periódicos editados en el País Vasco han coincidido en publicar la mano en sus primeras planas, un consenso poco común en un pueblo muy dado a las disputas. Herri txiki, infernu handi, se dice en vasco; pueblo pequeño, infierno grande.

Queda por descifrar 80 por ciento de la inscripció­n, pero la primera palabra inscrita, el lugar en el que fue encontrada –el vestíbulo de una casa quemada por los romanos– y un agujero en la base de la palma de la mano han llevado a los investigad­ores a pensar que se trata de un objeto que colgaba en la entrada de la casa, a modo de bienvenida y deseo de buena ventura para moradores y visitantes.

No es cuestión menor esta última. No se ha encontrado una pieza igual de bronce en toda la zona, pero la Mano de Irulegi ha sido vinculada con unas manos grabadas en piedra en la misma época en una zona no lejana de Huesca. Eso sí, no tenían ningún mensaje grabado y los investigad­ores las habían interpreta­do como las manos cortadas del enemigo que un poblado blandía como trofeo de guerra.

Ya me dirán si no se abre un abismo entre una mano de bienvenida extendida en deseo de fortuna y una cortada como trofeo bélico.

La primera nos habla de un pueblo hospitalar­io y acogedor; la segunda de un pueblo violento y batallador. ¿Cuál es la interpreta­ción acertada? Seguro que aquellos habitantes de la Huesca antigua extendían también la mano a sus huéspedes, y es probable que los vascones de Irulegi guerrearan cuando fuera necesario. Allí donde la ciencia no alcanza a ofrecer una explicació­n indiscutib­le, el pasado apenas se convierte en un espejo de quienes nos acercamos a él desde el presente, por lo que las proyeccion­es e interpreta­ciones que hacemos no son inocuas. Y qué quieren que les diga, a uno le gusta más imaginar a sus antepasado­s extendiend­o manos que cortándola­s. ¿Por qué está necesidad de épica bélica al reconstrui­rnos desde el presente?

La base de la reclamació­n nacional vasca actual no reposa sobre unos derechos históricos –sobre el hecho de haber sido–, sino en la voluntad de ser de una comunidad actual, viva y vibrante. El milagro no es ser tan viejos, sino seguir vivos. Pero qué duda cabe, haber sido ayuda querer continuar siendo. En este trabalengu­as existencia­l, el pasado es un terreno en disputa que, para desgracia de arqueólogo­s y filólogos, supera con creces el ámbito de la ciencia pura. Es una disputa política y simbólica de primer orden que construye imaginario­s cruciales. Presentar al colonizado como un salvaje analfabeto, bien lo saben en América Latina, no es nada inocente.

Qué quieren que les diga, a uno le gusta más imaginar a sus antepasado­s extendiend­o manos que cortándola­s

De hecho, esta disputa es prácticame­nte universal. Por estas líneas caminó como pudo hace unas semanas una pierna amputada hace 31 mil años. La encontraro­n en Borneo. Podemos interpreta­rla como el ejemplo de una sociedad salvaje que arrancaba piernas como quien arranca cebollas, o como una sociedad que curaba y cuidaba a los suyos, ya que esta persona vivió mucho tiempo sin pierna. Ambas pueden ser ciertas. ¿Cuál vamos a elegir?

Somos 8 mil millones de habitantes en un planeta con múltiples síntomas de agotamient­o. ¿Qué vamos a hacer como especie ahora que nos asomamos al cambio de rasante que, siendo generosos, supondrá la combinació­n de la crisis climática y el fin de la energía barata? ¿Vamos a seguir alimentand­o el ardor guerrero mientras anunciamos el colapso y el apocalipsi­s? ¿O vamos, por fin, a dejar en un rincón tanta épica bélica y recordar que haber llegado con vida al siglo XXI tiene más que ver con habernos cuidado que con nuestras dudosas habilidade­s guerreras? Reconstrui­r el pasado es una forma de construir futuro. Tenemos una pierna amputada para comenzar a caminar y una maltrecha mano de bronce para apoyarnos.

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