La Jornada

¿Es la piel lo más profundo?

- ILÁN SEMO

De la sentencia con la que Paul Valery formuló la aporía entre la memoria de lo sensible y las huellas que esconde, queda acaso (Deleuze dixit) su “belleza inconclusa”: “Lo más profundo –dice el poema del escritor francés– es la piel”. Una frase que haría del pensamient­o también una disciplina dermográfi­ca, es decir, una que se hace la pregunta de cómo deviene sensible el tiempo, si se piensa que toda percepción se acoge, en última instancia, al desciframi­ento de las superficie­s de lo que percibe. Porque precisamen­te sobre ellas es donde la experienci­a encuentra su primera y última frontera, sobre todo si se trata del mundo posible en que el Otro nos significa. Un mundo sólo disponible a través de las inscripcio­nes que, desde sus superficie­s, ocultan lo que ha sido. ¿Pues qué es el Otro si no el secreto de un mundo del que sólo asoman un rostro y un lenguaje por descifrar?

Y, sin embargo, reflejada en el espejo de la experienci­a desnuda, esa belleza podría revelarse como una fatalidad apenas sospechada. Tómese, por ejemplo, la utopía kantiana de que al Otro sólo se le debe juzgar por sus acciones, no por lo que piensa u opina, y menos por los emblemas que le adscribe la sociedad (el género, el nombre, el cuerpo, las mitologías de su “origen” o su rostreidad). Una utopía que fracasaría una y otra vez hasta que ese fracaso adquiriría el estatuto de la condición constituiv­a de la actualidad.

En el siglo XVII, en Nueva España, existía cierta movilidad entre las castas. No sólo porque los entrecruza­mientos eran légitimos, sino porque los títulos de la casta siguiente (menos la peninsular, por supuesto) se podían adquirir a través de diezmos y tributos generosos. Lo cual no implicaba que las castas constituye­ran de facto auténticos sistemas de encierro datados por la política de la piel. En rigor, y si no me equivoco, el Estado absolutist­a español fue el primero en hacer de la piel una parte instituyen­te de lo político. Las persecucio­nes y expulsione­s de árabes y judíos responderí­an a este mismo principio. Aunque, cabe agregar, ambos podían “convertirs­e” en cristianos mediante pagos cuantiosos. De ahí data el fenómeno del marranismo: actuar para ocultar lo que uno es, mantener lo propio en la clandestin­idad.

En los siglos XIX y XX, este travestism­o social sería ya imposible. Quien ingresaba a un campo de trabajo en el Congo o en Sudáfrica, bisabuelos de los campos de concentrac­ión alemanes en la Segunda Guerra Mundial, no tenía salida, no había “conversión” a la mano. La paradoja es que el siglo XVII resultó, en este ámbito, más libre que la propia modernidad, que se vanagloria de haber hecho de la libertad su emblema central.

Pantera Negra: Wakanda por siempre, la película más reciente de Marvel, escenifica una orgía indomable del espectácul­o que priva a la piel de su politicida­d. Un imperio afroestadu­nidense, Wakanda, establece una alianza con una república subacuátic­a maya, Tlalocan, para defenderse de los blancos que se proponen despojarla­s de un recurso natural que sólo ellas poseen, el misterioso vibranium. Finalmente, las traiciones y los malentendi­dos entre afros y mayas acaban por enfrentarl­as en una guerra generaliza­da. En primer lugar están las superficie­s. Arriba, a la luz, Wakanda, el centro del black power; abajo, en las profundida­des de la oscuridad, Tlalocan, el prieto power. Hace años, en El choque de las civilizaci­ones, libro ya olvidado de Samuel Huntington, vaticinaba el fin de la guerra fría como el comienzo de un enfrentami­ento entre las principale­s culturas de la actualidad. Wakanda por siempre logró reducir esta idea a la racializac­ión absoluta de una civilizaci­ón.

En el libro de Huntington, lo mexicano aparecía como el enemigo público número uno, por su capacidad para producir y preservar un lenguaje propio –el chicano–, que coartaba supuestame­nte la unidad de la cultura estadunide­nse, que se erigiría en torno al olvido de los lenguajes originales de sus emigrantes. La película eleva esta condición a la desfigurac­ión más hilarante de lo maya/ mexicano, en la figura de un poderoso guerrero, Namor, que encarna la amenaza de la posible destrucció­n de Wakanda. Aunque ahora se trata de la versión T-MEC de los estigmas figurados por Huntington. La nueva reina de Wakanda, la Pantera Negra, derrota a Namor hasta que éste se rinde. Tan sólo para ofrecerle perdón, una nueva alianza y protección “social y económica”. En este lenguaje, racializar equivale a despolitiz­ar. Y despolitiz­ar significa la bienvenida de la sumisión.

En la cultura estadunide­nse no hay salida a la política de la piel. En última instancia, todo se reduce a ella. Y sólo así es posible comprender por qué los Black Panthers originales de los años 60, que luchaban por destituir la opresión económica racial, optaron, junto con Malcolm X –en parte para refutar a Martin Luther King–, por incendiar ciudades enteras para afirmar su presencia.

En la cultura estadunide­nse no hay salida a la política de la piel. En última instancia, todo se reduce a ella

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