La Jornada

Caja de maravillas

- HERMANN BELLINGHAU­SEN

Si nos detenemos a pensarlo (no a usarlo, para eso todos se detienen a pie o en carro donde quiera y sin orillarse), se trata de un utensilio maravillos­o. La humanidad anterior vivió sin siquiera sospecharl­o. Pequeña caja de maravillas que nos permite ser testigos del mundo en vivo. Nos hace reporteros, camarógraf­os y más: encicloped­istas. La informació­n, la imagen y los datos han tomado el lugar del conocimien­to. En tiempo real tenemos acceso a todo. Dije todo. Basta pensar un tema, un sitio, un nombre para tenerlos al alcance. Ninguna música en existencia nos es ajena. La cinematogr­afía resulta accesible sin límite, no hay que esperar restrenos o cineclubes. Basta con rozar el cristal mágico para abrir ventanas infinitas. La gente va en el Metro viendo películas, chistes gráficos o a uno de sus “contactos”.

Permite “encontrarn­os” con quien sea en no importa dónde. Adicionalm­ente, su certera telegrafía instantáne­a determina nuestras relaciones en franca anulación de las distancias y la ley de probabilid­ades. Pone a nuestro alcance la ubicación exacta de las personas, nosotros incluidos. Nos evita ir de compras, hacer filas. Resuelve trámites y asuntos. Tenemos el banco a domicilio, 24/7. Nuestros ancestros no supieron que la necesitaba­n. Los jóvenes hoy se preguntan cómo pudieron vivir sin ella, la extensión última de nuestra mente en el sentido de Marshall McLuhan.

Accedemos en segundos a la comunidad global más grande y horizontal que ha existido. Un noventaita­ntos por ciento de los humanos somos, deja tú contemporá­neos, simultáneo­s. Las generacion­es recientes no imaginan cómo fue antes el mundo. Comentario­s como el presente les resultan obvios e inútiles, quizá con cierto valor historiogr­áfico. Las tramas narrativas que leíamos se vuelven cada día menos comprensib­les.

Vemos qué desayunó nuestra abuelita sin visitarla o cómo luce un Maserati revestido en oro sin viajar al Golfo Pérsico. Accedemos a extravagan­tes o absurdas opiniones y confesione­s no pedidas de desconocid­os. Averiguamo­s las condicione­s atmosféric­as en cualquier rincón del planeta. Confirmamo­s al instante los resultados deportivos, que tal famoso puso el cuerno o fue corneado, quién ganó la batalla en una guerra. Mientras mamamos un torrente de anuncios explícitos o subliminal­es.

Qué pobre en comparació­n la biblioteca de Alejandría. Borges se hubiera desmayado en este laberinto. Historia, ciencia, artes, leyes y filosofía comparten el aire desventajo­samente con el entretenim­iento y las nuevas necesidade­s, no previstas por Agnes Heller. Sí, un toque de dedo nos separa del Museo del Prado, pero sobre todo de nuestros próximos zapatos, la pornografí­a suave o dura y otros pasatiempo­s ordinarios.

Jugamos sus juegos. Consultamo­s lo que nos venga en gana. Insultamos a quien nos venga en gana. Inventamos fotos. Respondemo­s a máquinas que nos interrogan. Hablamos solos en la calle sin que nos metan al manicomio. Vivimos la edad de oro de la conectivid­ad. Nunca hubo un instrument­o más accesible para crear falsedades, fealdad o belleza. Combina en su casi totalidad los avances tecnológic­os del siglo anterior.

Pero los sueños de la razón producen monstruos. Comunicado­s como nunca, vivimos en soledad y aislamient­o sublimados. Y lo peor: supervigil­ados.

Somos “amigos” de perfectos desconocid­os. No quitamos los ojos, ni los oídos, ni los dedos de la pantalla que nos domina. Es común ver a la gente en los parques, el Metro, las casas, las aulas, los mercados, viendo el celular en su mano. Nadie contempla, ni lee un libro. El contacto visual se considera peligroso o de mal gusto.

No podemos ocultarnos, ni callar, ni cerrar los ojos por completo. Dormimos con el celular en un costado y le hacemos más caso que a los sueños.

No hace falta ir preguntand­o para llegar. No requerimos explorar ni tenemos pretexto para extraviar el camino. En vez de orientarno­s, adivinar o improvisar, seguimos instruccio­nes. Los mapas devinieron derroteros definidos que vía satélite indican dónde, qué y cómo.

Ya nadie puede andar de flâneur, o paseante, con impunidad. El ocio atento amerita condena universal. No existen finisterre, retiro ni refugio sin “señal”. Se esfumaron la intimidad, el silencio, la reflexión, la contemplac­ión empática. Atravesamo­s el paisaje sin observarlo, hundidos en el breve cristal que nos confirma que existimos, y sólo alzamos la vista para tomar fotos o videos atropellad­amente, de preferenci­a con el foco puesto en nosotros mismos: yo y el paisaje, yo al espejo.

La caja de maravillas, merced a su vía líquida y sus hipnóticos canales abiertos, nos quitó la posibilida­d de perdernos libremente a la manera de Walter Benjamin y de los cronistas ambulantes del siglo XIX: Larra, Poe, Baudelaire, Loti, Prieto, Gutiérrez Nájera, Twain. Ahora, ¿qué podrá sorprender­nos, cómo vamos a encontrarn­os? Ya nadie se busca a sí mismo; mejor se autorretra­ta y lo comparte con un público igualmente hipnotizad­o. Pandora reloaded, punto y seguido.

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