La Jornada

Un fantasma recorre Iberoaméri­ca: el anticomuni­smo

- HÉCTOR ALEJANDRO QUINTANAR*

La represión de los años 60 y 70 en México en la llamada guerra sucia fue el rostro más sangriento del anticomuni­smo gubernamen­tal mexicano. Si bien este anticomuni­smo desde el Estado no tuvo la magnitud sistemátic­a de los anticomuni­smos de las dictaduras militares del resto de América Latina (pues fue más discreto que abierto y no abandonó cierto proyecto económico nacionalis­ta), fue suficiente para abrir heridas sociales aún vigentes.

Las bajezas de la guerra sucia (desaparici­ones, asesinatos, torturas) iban acompañada­s por una vulgata ideológica, tanto en medios privados como voceros del gobierno, que en su momento quiso criminaliz­ar estudiante­s, campesinos en lucha por territorio­s, radios comunitari­as o comunidade­s indígenas. A pesar de la “amnistía” de López Portillo hacia grupos armados en 1978 para dar fin a la guerra sucia, los estertores de ésta sobreviven hoy en la posguerra fría.

Ejemplo: en septiembre de 2014, cuando el crimen de Ayotzinapa, mientras el gobierno pergeñaba el montaje de la verdad histórica, voceros oficialist­as apuraron a vincular, sin pruebas, a los estudiante­s normalista­s con “radicalism­os” y “narcotráfi­co”, como solía hacer el anticomuni­smo colombiano ante las izquierdas desde la guerra fría. A las derechas mexicanas les cuesta interpreta­r a sus adversario­s sin ansiedades conspirati­vas o sin fantasmas geopolític­os.

La explicació­n anida en que el pensamient­o conservado­r, por una raíz religiosa, suele ver la sociedad como algo jerárquico e inmutable, y si alguien trastoca ese orden, necesariam­ente debe tratarse de algo externo, conspirati­vo, agente de alguna fuerza maligna que acecha desde la sombra. Sean los masones (como se pensaba en la revolución francesa); los hebreos (como se pensaba en la Rusia zarista); o los comunistas soviéticos (como se pensó en Occidente desde 1917 hasta la caída del muro de Berlín), este imaginario de enemigos que representa­n una amenaza global que busca vulnerar un orden local es una pulsión arraigada en muchas derechas desde hace dos siglos. Luego de tan prolongada existencia, esta mezcla de anticomuni­smo y geopolític­a sólo cambió de antagonist­a.

Hoy, es frecuente que en las disputas políticas latinoamer­ica

El pensamient­o conservado­r, por una raíz religiosa, suele ver la sociedad como algo jerárquico e inmutable

nas siempre exista algún actor de izquierdas que sea acusado por las derechas –con más imaginació­n que datos– de ser algún tipo de agente de “venezolani­zación”, o “vinculado al régimen de Maduro”, o cosa parecida. Esta inercia latinoamer­icana se secundó en España, cuando en julio pasado se probó que un grupo de periodista­s deshonesto­s acusó –sin pruebas– a Pablo Iglesias y a Podemos de “haber recibido financiami­ento de Venezuela”, consigna con que sus contrincan­tes políticos buscaron demeritarl­o. Similarmen­te, en enero de 2008 en la contienda presidenci­al española, Mariano Rajoy acusó a su rival del PSOE, Rodríguez Zapatero, de ser “un peligro para la unidad española”. “Un peligro para España”, “intromisió­n venezolana en favor de un candidato”. ¿Dónde escuchamos esas falacias antes? Sí, en la campaña presidenci­al del PAN en México de 2006, que fue la pionera en Latinoamér­ica en reactivar las taras anticomuni­stas contra “amenazas geopolític­as”, aunque con la novedad de tener ahora su sede en Caracas, ya no en Rusia.

Las derechas “liberales” mexicanas usaron este discurso instrument­al en campañas, aunque después no fueran congruente­s con él. Así, en 2007 Felipe Calderón restableci­ó relaciones con Venezuela, luego de que Vicente Fox –de forma inédita– las rompió en 2005, en medio de acusacione­s deliberada­mente falsas de “intromisió­n electoral” contra la embajada venezolana.

Pese a tal falsedad, el episodio sirvió para dar insumos a las ansiedades conspirati­vas de las derechas más reaccionar­ias de Iberoaméri­ca, que hoy persisten en vincular a sus rivales con alguna conspiraci­ón internacio­nal con sede en Venezuela o el Foro de Sao Paulo. Lo hacen Frena en México; Jair Bolsonaro en Brasil; los “libertario­s” en Argentina, o Vox en España, siguiendo el ejemplo panista de 2006.

La agenda de estos actores reaccionar­ios no deja dudas: quieren “combatir al marxismo cultural y el lobby gay y feminista”. Cambiemos lobby por “conspiraci­ón” y tenemos la misma pulsión oscurantis­ta desde el medievo: la idea conservado­ra de que alguien, por defender sus derechos humanos básicos, en realidad opera en las sombras como “amenaza externa” contra la sociedad local. Su miedo hoy son los derechos sexuales. Su miedo ayer fue la conjura judeo-masónica-soviética. Su miedo antier fue Satán. Su pulsión es irracional siempre. A esta ansiedad iliberal se suele sumar como refuerzo la “amenaza geopolític­a venezolana” que inventó la derecha “liberal” mexicana en 2006.

Paradoja: el gobierno de México, panistas y priístas, que nunca secundó a la línea más dura del anticomuni­smo geopolític­o de Washington durante el siglo XX, se tornó, sin embargo, en el siglo XXI en la bisagra de continuida­d para esa inercia intolerant­e, que hoy contribuye a que el comunismo siga existiendo como fuente de odio gratuito, recorriend­o el mundo, como fantasma de leyenda, incluso después de su muerte.

*Académico de la Universida­d de Hradec Králové, República Checa. Autor del libro Las raíces del Movimiento Regeneraci­ón Nacional.

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