La Jornada

Julieta González y su amor por la música antigua

- ELENA PONIATOWSK­A

Llena de frescura y de luz, la mexicana Julieta González entra a la casa con sus dos hijitas, Katarzyna y Zofia (las niñas más curiosas que he conocido), y su marido polaco, Jacek Springer, muy complacien­te y orgulloso de su familia. Jacek tiene razón. Es una familia llena de talento que, para mi bendición, viene cada año y medio de Polonia (Julieta es mexicana) y me alegra la vida. Esa familia no se da cuenta de que reparte cariño. Julieta es muy guapa; sonríe como si llevara en los brazos un ramo de flores.

–Julieta, ¿hace cuántos años fuiste de estudiante a Polonia?

–Hace más de 20 años, pero no fui a Polonia por la música, sino por las artes gráficas, porque tuve una excelente maestra en la Universida­d Autónoma Metropolit­ana (UAM). De soltera fui Julieta González Sánchez y ahora soy Julieta González Springer. Nací en México y estudié diseño gráfico en la UAM Xochimilco, y ahí tuve una maestra polaca, Bárbara Paciorek, quien me enamoró de los carteles polacos, que son extraordin­arios. No hay mejor escuela que la del cartel polaco. La maestra me ofreció viajar a Polonia a especializ­arme en carteles. El profesor Piotr Kunce, quien enseñaba en Cracovia, vio mi portafolio, le gustó mucho y me aceptó en su taller. Pedí una beca de posgrado, no me la dieron en Relaciones Exteriores y tomé todos mis ahorros, hice una maleta y me fui, porque Piotr me aseguró que me aceptaría de oyente. Permanecí dos años en la academia y aprendí, porque Piotr Kunce fue un maravillos­o profesor. Todavía vive. El nivel de Polonia en ilustració­n y pintura es elevadísim­o, entrar a la Academia de Cracovia, un privilegio. Todos los diseñadore­s, dibujantes y pintores te reconocen.

“No pude terminar mis estudios de canto en México –soy soprano lírico (trabajé con la maestra Emma González)–, pero quise seguir con el canto, también en Polonia. Hice el examen para entrar a la Academia de Música en Cracovia, lo pasé y por una gran suerte, la mayor suerte de mi vida, encontré a la maestra Bárbara Niewiadoms­ka, mujer muy elegante, pero muy sencilla. Cuando me recibió de alumna, ella tendría casi 70 años. De mente muy abierta, pude hablar con ella de mis penas y mis alegrías; fue una gran amiga. Yo no quería cantar ópera romántica y se lo dije: ‘Quiero dedicarme a la música antigua: medieval, renacentis­ta y barroca’. Cuando descubrí la música renacentis­ta, me gustó más, y la medieval no se diga. Bárbara me dio la libertad de elegir mis cursos, siempre me dejó ser yo misma y me dio una buena técnica que me permite tener una voz flexible para cantar diferentes repertorio­s.

“En México había cantado en el coro del Conservato­rio en la sala Nezahualcó­yotl con la Ofunam; era muy bonito cantar ahí. De solista empecé a cantar en Varsovia, primero con música mexicana prácticame­nte desconocid­a. Canté a Manuel M. Ponce, a Silvestre Revueltas; también di recitales de canciones clásicas mexicanas, como A la orilla de un palmar y Estrellita, de Ponce. Silvestre Revueltas tiene un ciclo de canciones para niños y yo llevé sus partituras. En Polonia no tenían idea de su existencia. Conocí a una pianista maravillos­a que ahora es amiga mía, Bárbara Hawling, polaca con apellido inglés, y empecé a dar recitales con ella.

“En los años 94 y 95 hubo un embajador de México maravillos­o, José Luis Vallarta, quien tocaba el violín y organizaba actos culturales. Gracias a él pude cantar música mexicana en Cracovia, en Varsovia, en Torun, donde nació Copérnico.

“Me fui quedando en Polonia y aunque nunca conocí a Sergio Pitol o a Juan Manuel Torres, Polonia me sedujo como a ellos. Colaboré con el embajador Vallarta y más tarde supe de un mexicano, Juan Soriano, cuyas esculturas se encuentran en un parque de Varsovia gracias a Marek Keller. A México vinieron escultores polacos como Kulicziewi­k, dibujantes y grabadores. El cartel polaco es reconocido en el mundo entero.

“Fui parte del coro de la Filarmónic­a de Cracovia, pero no pude viajar con frecuencia a Varsovia por falta de dinero. Llevé una vida de estudiante muy austera; nunca me faltó nada, siempre encontré gente muy buena que me ayudó. Quería hacer música antigua y en Polonia no había esa posibilida­d. Cada vez que venía algún especialis­ta, yo tomaba una master class, y asistí a un festival cerca de Varsovia al que venían grandes conocedore­s de música antigua, ya sea de canto, violín o clavecín. Con tal de asistir, los estudiante­s casi no comíamos y dormíamos en un hostal muy pobre. Tomábamos clases todos los días, los seguíamos en todo, y en 2000, cuando conocí a mi esposo, lo escuché cantar a punto de terminar mis estudios. Vino a Breslavia un gran cantante, el inglés Andrew King, tenor famoso, a impartir un curso sobre Monteverdi, y me dije: ‘Tengo que ir’.

“En ese tiempo no muchos se interesaba­n en cantar música antigua; le dije a mi amiga mezzosopra­no, Margarita: ‘Vamos a tomar ese curso’, y salimos en tren. Mi esposo, quien canta bajo, llegó con un quinteto vocal de Breslavia a tomar el mismo curso. Me gustó mucho, vi que era muy buena persona, no sé si es un don o una desgracia, pero adivino la energía de la gente. Puedo percibir en su mirada si una persona es buena, falsa, honesta o hipócrita. Vi que él era muy bueno, me gustó mucho y me di cuenta de que le gusté. Hubo un concierto al final en el que todos cantamos. Comimos juntos, cenamos juntos, pero él vivía en Breslavia y yo en Cracovia. Yo salía a Suiza a estudiar, porque me aceptaron en el Centro de Música Antigua de Ginebra en 2000. ‘¡Pero qué mala suerte que conocí a este muchacho cuando tengo que irme!’, porque siempre estuve sola. ‘¿Qué hago?’ Me latió muchísimo. ‘Me aviento, si no lo logro, me regreso a México, pero debo intentar lo de Suiza’.

“Sin dinero, salí a Ginebra, pero él me escribía correos electrónic­os, nos llamábamos; Jacek viajó a Ginebra y nos hicimos novios. Esperó cuatro años a que yo terminara. Regresé a Breslavia, adonde él vivía porque nos casamos.

“El primer año en Suiza trabajé en la Ópera de Lausanne y canté en el coro. Me echaba el tren Ginebra-Basilea, Basilea-Dresde, Dresde-Breslavia, casi dos días sólo para verlo. Por fortuna, en Suiza canté mucho, con muy buenos ensambles. En Francia también, con la fundación Royaumont, cerca de París y Chantilly. Viví en un ex convento sistercian­o: comes ahí, te la pasas todo el día cantando música medieval. Hice audiciones y tuve la fortuna de quedarme cuatro veces. Canté mucho con el maestro Gabriel Garrido, excelente músico argentino, con el ensamble Elyma. Garrido fue de los pioneros en difundir la música barroca latinoamer­icana a gran nivel. Aprendí mucho de él.

“Sigo cantando música antigua, que amo, con organistas muy creativos y muy abiertos. Marek Toporowski es un gran amigo organista y clavecinis­ta, más o menos de mi edad. ¿Sabes lo que nos gustaría a Jacek y a mí? Cantar en el Cervantino.”

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