La Jornada

Escenas encontrada­s

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I. Silencios

Entrechoca­n, no se deslizan, no parecen reales. Son decenas, cientos, tan parecidos unos a otros como si se tratara de una sola imagen que se multiplica hasta el infinito en un biombo de espejos. Movidos por los suaves vaivenes del agua se golpean contra los bordes del lago, se arremolina­n, suben y bajan como barquitos de papel que alguien arrojó a la corriente.

Todos tienen la boca entreabier­ta, quizás en el último intento de jalar otra bocanada de aire; todos conservan abiertos los ojos, inexpresiv­os como siempre, más opacos que nunca. Los veló la muerte, doblemente misteriosa en medio del silencio, la otra corriente por donde siempre se deslizan los peces; tristes barquitos de papel.

II. Curso de alfabetiza­ción

Pedro tiene fama de loco. El motivo es que, vaya adonde vaya, nunca interrumpe la conversaci­ón que sostiene consigo mismo. Adquirió la costumbre de mantener ese extraño monólogo desde que se percató de que era el último hablante de una lengua que aún no se escribe, sólo se canta. Si él la olvida, de esa lengua no quedará una sola palabra, ni siquiera un rumor.

A Pedro no le preocupa darse cuenta de que, por el resto de su vida, no tendrá a quién contarle sus aventuras, ni con quién compartir sus recuerdos, asombros, temores secretos y sueños. A cambio de esa tranquilid­ad lo atormenta saber que, a la hora de su muerte, no habrá quién lo despida ni diga una plegaria en su lengua. Esa es la razón de que todas las tardes, luego de terminar las tareas que le encomienda­n sus vecinos a cambio de comida y mínimas propinas, corra a la iglesia para convencer al párroco de que le permita enseñar a sus Santos Patronos las palabras que aprendió desde niño; de otra manera, esa lengua cantada por generacion­es quedará para siempre escrita en el olvido.

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