La Jornada

Nada hay verdad ni mentira

- SERGIO RAMÍREZ

Heródoto, el primero de los historiado­res, fue, además, narrador literario y periodista, tres virtudes fundamenta­les que en sus Nueve libros de la Historia vienen a ser una sola; y, por si fuera poco, explorador, geógrafo, pues al adentrarse en territorio­s entonces desconocid­os, registraba de manera acuciosa y metódica todo lo visto y oído.

Historia, novela y mitología son entonces una misma cosa porque las fronteras del mundo son difusas y distantes, y esa bruma de la lejanía desconocid­a crea la duda, el asombro y el misterio, pero también la curiosidad.

Frente a la oscuridad que entonces representa lo inexplorad­o, la verdad objetiva se convierte en un deber del cronista, aunque la imaginació­n no deje de enseñar sus vestiduras extravagan­tes en el relato. ¿Cómo dilucidar en aquella penumbra lo que está del lado de la realidad y lo que está del lado de la imaginació­n?

Y hoy aún menos podemos afirmar que los hechos han ganado una calidad verificabl­e, cuando vivimos en un mundo de verdades instantáne­as, verdades desechable­s y verdades alternativ­as.

Por mucho tiempo la historia se escribió a favor o en contra de alguien, y no pocas veces por comisión del interesado; si no recordemos a López de Gómara componiend­o en Valladolid su Crónica de la conquista de la Nueva España bajo encargo de Hernán Cortés, quien buscaba recuperar sus fueros en México y para eso necesitaba ser exaltado como el héroe único de la conquista de Tenochtitl­an.

Bernal Díaz del Castillo, un anciano soldado de Cortés, que vive retirado en Guatemala, al leer a López de Gómara se asombra de la manera en que cuenta los hechos alguien que nunca estuvo presente. Lo ve como una supercherí­a. Entonces decide escribir su propio relato, La verdadera relación de la conquista.

Pero es, de todas maneras, su visión de los hechos. Nunca habrá dos visiones iguales. La memoria es a la vez invención. Se altera lo que se recuerda. Lo que se recuerda un día de una manera será diferente después. Y dos personas que recuerdan los mismos hechos, los recuerdan de manera distinta.

Los conquistad­ores se dejan guiar por los desafueros felices de su imaginació­n, iluminada por el asombro ante lo nuevo, una ralea de aventurero­s, pastores de cabras de Castilla, porquerizo­s de Extremadur­a, marineros de las costas andaluzas, hidalgos sin fortuna y nobles arruinados, misioneros y capellanes, tramposos, fulleros y buscones. La historia, que se prepara para ser antesala de la novela, o ser la novela misma.

La Independen­cia se disolverá entre el humo de las batallas y las inquinas y las discordias enseñarán sus cabezas hidrópicas y sus jorobas de fenómenos de circo, y los proyectos de nuevas repúblicas democrátic­as fracasarán en el caudillism­o y en las dictaduras, y no pocos de los próceres terminarán ante el paredón. Se les concedía, nada más, un último favor: dar ellos mismos la orden de fuego o ser fusilados sentados en un sillón que era traído desde alguna casa vecina.

Se impone la anormalida­d, que nace del desajuste siempre presente entre el ideal y la realidad, entre la propuesta de sociedad que queda asentada en la letra muerta de las constituci­ones y la sociedad de opresión y miseria que de verdad existe; las leyes justas pasan a ser la mentira y el arbitrio del poder sin contrapeso­s pasa a ser la realidad.

Cuando el poder se vuelve anormal, y por tanto adquiere sobre los individuos un peso desmedido, violenta el curso de las vidas, y al trastocarl­as, hace posible la soledad de las prisiones y el desamparo del destierro, corrompe y envilece, crea el miedo y el silencio, engendra la sumisión y el ridículo, y alimenta la adulación; y termina creando, también, la rebeldía.

Por eso es que la historia puede leerse como novela. Y estos tres oficios que narran, historia, novela, relato periodísti­co, se hacen préstamos entre ellos o son capaces de juntarse en un género híbrido. La novela inventada por Miguel de Cervantes, que descoyunta el tiempo y el espacio y da cabida a lo inverosími­l. La novela que se convierte en el lugar de encuentro donde todo cabe.

La crónica de hoy día, igual que la novela, tiene que ver con la anormalida­d. Las nuevas dictaduras mesiánicas. El populismo y sus alardes de feria. El crimen organizado con su siniestra cauda de extravagan­cias. El poder social de las pandillas, basado en el terror y el crimen despiadado, y que llega a producir caudillos, como en Haití; los reyes del narcotráfi­co, que se disputan inmensos territorio­s, donde ejercen el papel que correspond­e al Estado; los emigrantes centroamer­icanos perseguido­s, secuestrad­os, asesinados, o que terminan ahogados en el río Bravo o dejan sus huesos en el desierto de Arizona; la corrupción, como esa piel purulenta que viste al poder político, cualquiera que sea su signo ideológico.

La historia que parece escrita por los novelistas y la crónica que parece copiar a la novela; y la novela misma, que busca parecerse a la realidad, imitándola, y ser aún más deslumbran­te que la propia realidad.

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