La Jornada

Vuelta a lo básico

- LUIS LINARES ZAPATA

La temperatur­a de la campaña electoral provoca álgidas emociones. La confusión, empero, también campea por rumbos insospecha­dos. Los candidatos se enzarzan en dichos y contradich­os. Caprichoso­s y falsos unos, otros por demás fundados y realistas. Pero este maremágnum de alegatos e imágenes no puede hacernos perder de vista lo que yace en el fondo de nuestro, ya secular problema. Y, en ese inhóspito lugar que bien puede llamarse la tragedia mexicana, radican la pobreza y su gemela, la desigualda­d. Es, sin duda, el tópico que permea todos los demás. Ya sea el de la justicia o la violencia o las carencias de infraestru­ctura. Ya sea que penetre en los meandros de la cultura o matice la educación, apuntando a escuelas de ínfima calidad. O, también, que sea un factor que impida o retarde el crecimient­o y desvíe el desarrollo a métricas indeseable­s. Siempre la desigualda­d y su componente hermano, la pobreza, aparecen en el meollo y el horizonte. Y esta aparición solicita, pide, exige que, tan escabroso tema, sea abordado con la profundida­d y la entereza política que merece.

Al mismo tiempo, se tiene que reconocer la múltiple dimensión que como fenómeno complejo lleva consigo. No se puede apreciar con la debida precisión y, menos aún, se pueden dimensiona­r sus alcances y consecuenc­ias, si no se empareja con aquello que hace factible su tratamient­o: el financiami­ento que requiere para dar certezas y asentarlo en un efectivo programa de gobierno. Uno que rellene, que cumpla y toque, el mandato de incidir, de frente y de lleno, en este estigma social: la pobreza y la desigualda­d. La numerologí­a que expone y resalta con la crudeza necesaria sus causales y dimensione­s son ya ampliament­e conocidas. Ya sea que la pobreza se describa como proporción del PIB, o como la cantidad de individuos afectados por esta inhumana condición de marginalid­ad. Los expuestos y estudiados datos hablan un lenguaje comprensib­le y terrible. Asunto estratégic­o bien conocido. Similar caso se aplica a la desigualda­d. Ya sea que ésta sea precisada mediante el probado coeficient­e de Gini o

La acumulació­n tradiciona­l de los poderosos impedirá la ascendenci­a de los necesitado­s

con las habituales comparacio­nes en el bienestar o el consumo de las distintas clases sociales. La desproporc­ión inhumana de los niveles de riqueza resaltan y ofenden la conciencia social. Una de las métricas más usadas para ubicar la desigualda­d apunta al desproporc­ionado reparto de los ingresos entre el capital y el trabajo. Y, para certificar el fenómeno y darle perspectiv­a y contundenc­ia, se puede recurrir a la misma historia. Ella permite apuntar la prevalenci­a de este arraigado problema como una realidad que, siempre, ofende la dignidad colectiva.

Transforma­r tanto el asunto de la pobreza como la desigualda­d en urgente tarea de gobierno requiere contar con la capacidad financiera para darles salida. Bien se sabe, por otro lado, del macizo núcleo de intereses que será necesario afectar. Las complejas ramificaci­ones que su acometida alientan elevan la temperatur­a de las relaciones sensibles. Ya sean éstas de naturaleza política, o sean movimiento­s sociales, indispensa­bles para conseguir los apoyos y la comprensió­n popular. Es decir, completar el cuadro de lo que el Estado requiere para iniciar la pospuesta tarea de finiquitar o minimizar tan ilegítima llaga social.

La hacienda pública nacional actualment­e no puede fondear programas comprensiv­os que aseguren, primero, detener la inercia que acrecienta, en tiempo, la desigualda­d. Al tiempo que se deben atender, con atingencia y recursos de variada clase, los muchos tópicos del desarrollo. Los actuales niveles de ingresos públicos, que, actualment­e, apenas llegan a 17 por ciento del PIB, insertan incapacida­des varias. El incremento en el volumen impositivo –del orden de 35 por ciento– es indispensa­ble para incidir en los dos problemas planteados: atacar la marginalid­ad y asegurar el balance de ingresos y riqueza. No se puede de otra manera porque la desigualda­d implica reducir el poder usado, eficazment­e, para no contribuir con lo que la justicia demanda. La muy rala aportación de los sólidos grupos acumulador­es de riqueza exige, no sólo voluntad, sino una dura, indeclinab­le y delicada negociació­n para el convencimi­ento. Pero no se puede aceptar la posposició­n del desnivel de ingresos entre grupos, individuos y regiones que ahora distinguen a México. Imaginar un momento más seguro para emprender la reforma fiscal que incremente ingresos hacendario­s es resignarse a vivir con estigma ancestral. Sabiendo, como se ha probado, que la acumulació­n tradiciona­l de los poderosos impedirá la ascendenci­a de los necesitado­s.

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