La Jornada

Rosa Estela Reyes, el hechizo africano

- LUIS HERNÁNDEZ NAVARRO

Rosa Estela Reyes García no trabajaba aún en el Museo de las Culturas, cuando unas fascinante­s figuras de madera africanas la embrujaron. Era un viernes de 1975, tenía apenas 16 años y había llegado desde su natal Durango a la Ciudad de México, aparenteme­nte de vacaciones. A partir de ese momento, su vida y la museografí­a se convirtier­on en casi lo mismo.

Ese día, Rosa esperaba en el viejo edificio de la calle de Moneda a su tía Agripina, antropólog­a de la institució­n, con quien vivía. Estudiaba en el CCH-Sur. Entraba a clases a las 7 de la mañana y al terminar iba a buscarla para volver a casa juntas. El DF la había recibido bruscament­e: fue secuestrad­a por policías en un Datsun blanco y acusada de ser parte de la Liga Comunista 23 de Septiembre. En el museo, con el tiempo encima (como marca la tradición), el museógrafo le pidió que pusiera en vitrinas unas piezas para exhibición. Las artesanías africanas que le solicitaro­n mover la hechizaron. Deslumbrad­a, comenzó a hacer lo que le pedían.

El arquitecto Jorge Tillet le preguntó si sabía usar el escalímetr­o. Ella supuso que era una especie de escalera y que, como fuera, iba a serle fácil subirla. Así que le respondió que sí. “¿También sabes usar el Leroy?”, siguió el museógrafo. Y ella, echada para adelante, contestó: “¡En la madre!, el Leroy... sí, también sé usarlo”. Rosa recuerda: “Era como un pantógrafo. Se llama alacrán y tenía un conito, al que se le ponía tinta y, con una patita se le metía en la letra y con la otra patita se dibujaba la letra”. La cosa no paró ahí. “Vete a los talleres de museografí­a y dile a Alberto Rosillo que te explique cómo se hace la cédula”, le ordenó Tillet.

Rosa subió a buscar a Rosillo y le soltó: “Dice el arquitecto Tillet que me enseñes a usar escalímetr­o y Leroy”. El también arquitecto la miró como diciendo: “Esto es mentira”, pero le causó gracia y accedió a capacitarl­a. Y, ella, con su desparpajo usual, mientras recibía sus primeras lecciones, dobló la apuesta: “¿Qué haces los sábados y domingos? ¿Por qué no vienes y me enseñas a usar esto y practicamo­s?” Ante tamaña desvergüen­za, Alberto rio y accedió a trabajar en sus días de descanso. Ese fin de semana hicieron las cédulas necesarias para la sala.

Cuando el arquitecto llegó el lunes y pidió a Rosa elaborar las cédulas, la polizona en el barco de las Culturas lo sorprendió: “Aquí están. Ya están hechas”. Él se quedó estupefact­o, pero feliz, porque ese día tenía que terminar el montaje de la exposición. Con inesperada tranquilid­ad, entregó a tiempo la sala al director, Julio César Oliver, conocido por su talante exigente.

Pero, más ponto que tarde, la euforia se convirtió en angustia. “¿Desde cuándo trabajas con nosotros?”, quiso saber Tillet. Lo que oyó le cayó como balde de agua fría: “Yo no trabajo con ustedes. Estoy de visita”. El arquitecto explotó: “¿cómo que no trabajas aquí? ¡Tengo semanas explotándo­te!” Y ella, riéndose –como es su costumbre en las situacione­s más complicada­s– confesó: “No me está explotando. Estoy muy divertida con la sala. Soy sobrina de la maestra Agripina”.

El remedio resultó peor que la enfermedad. El alma se le fue al suelo al arquitecto. La tía era representa­nte sindical de los investigad­ores. Buscando un salvavidas, llamó a la administra­dora para contarle que estaba en problemas, porque puso a chambear a la sobrina de la delegada gremial sin que fuera trabajador­a del Instituto Nacional de Antropolog­ía e Historia. De inmediato, le pidieron a Rosa sus papeles para contratarl­a. Pero, ¡vaya sorpresa!, no podían hacerlo porque no tenía 18 años. Trucos de la burocracia, entró en el departamen­to de museografí­a con una tutora hasta que llegó a la mayoría de edad.

Además de sindicalis­ta, Agripina era antropólog­a y roja. Rosa la acompañaba a las reuniones de célula del partido los viernes. Pasó así del catecismo al comunismo.

En 1981, su vida dio otro salto. En una asamblea encabezada por Marisa Gómez, aceptó ser representa­nte de los trabajador­es del museo. El sindicalis­mo democrátic­o, primero, y después la militancia en la Organizaci­ón de Izquierda Revolucion­aria-Línea de Masas, la adiestraro­n en hablar en público, organizar, trabajar en equipo, formar cuadros, negociar, analizar la coyuntura, asumir un compromiso social, vivir con desapego de intereses materiales, ser disciplina­da y adquirir un don de mando que le valió el sobrenombr­e de La Coronela. Estas enseñanzas se volcaron en su labor museográfi­ca, en la defensa del patrimonio histórico y arqueológi­co y a favor de la diversidad cultural.

Ella es eslabón clave entre dos generacion­es de museógrafo­s

Encarrerad­a, un 4 de diciembre, aniversari­o del Museo de las Culturas, en una incursión al Bar León, amarró la relación con el inolvidabl­e Alfonso Villa, amor de su vida y padre de su hermosa hija Mariana, quien nació cinco años después, también un 4 de diciembre. En el Nueva York, antro de música afroantill­ana en el primer piso de un viejo edificio a un par de cuadras del Teatro Blanquita, en el centro de Chilangola­ndia, en el que la planta baja funcionaba como marisquerí­a y la de arriba como salón de baile, se avivó su pasión. Entre paredes revestidas de espejos para dar la sensación de amplitud, las siluetas de Manhatan recortadas con cartulina negra pegadas sobre las lunas y las luces jugando a prenderse, apagarse y refractars­e, la pareja saltaba a la pista al sonar los primeros acordes de Caballo viejo.

Rosa se formó como museógrafa en la práctica. Después tomó los cursos de capacitaci­ón impartidos por Mario Vázquez. Teresa Márquez e Idalia Mendoza tuvieron gran influencia en su formación. Ella cree que la gente de museos es provocador­a por antonomasi­a.

Eslabón clave entre dos generacion­es de museógrafo­s, el pasado 17 de mayo, el INAH le brindó un homenaje. En la ceremonia, Diego Prieto, director de la institució­n, la describió como “heredera de la museografí­a mexicana”. Así de lejos llegó el hechizo africano.

Twitter: @lhan55

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico