La Prensa de Coahuila

Reconcilia­ción o conflagrac­ión

- JOSé ELíAS ROMERO APIS

Existen dos formas básicas de concebir y de ejercer la política, en relación con las personas. La primera es con los otros y se llama conciliaci­ón. La segunda es contra los otros y se llama conflagrac­ión.

En estos nuestros tiempos la conflagrac­ión le ha ganado terreno a la conciliaci­ón. Los gobernante­s y los gobernados ya empezaron a enojarse, a enfrentars­e, a rechazarse, a injuriarse y a odiarse. Por eso resalta que un aspirante presidenci­al, Ricardo Monreal, haya planteado una propuesta de reconcilia­ción nacional, con sensatez y con lucidez.

Durante casi un siglo, México fue uno de los escenarios políticos estelares de la conciliaci­ón. De la política de alianza, de avenencia, de tolerancia, de respeto y de concordia.

Es cierto que hubo algunos momentos de berrinches. Pero se pagaron con el alto costo de nuestro bienestar, de nuestra tranquilid­ad y de nuestra sangre. Gustavo Díaz Ordaz se enojó y se murieron estudiante­s. José López Portillo se enojó y se expropiaro­n bancos. Vicente Fox se enojó y se persiguier­on candidatos.

Sin embargo, a pesar de todo, ni ellos tres ni nadie, antes ni después, se la tomaron contra los gobernados ni éstos se la tomaron contra los gobernante­s. Nadie agredió ni injurió a los ciudadanos, aunque se lo merecieran, y nadie agredió ni injurió a los gobernante­s, aunque se lo merecieran. Sin embargo, ahora sí sucede, pero la nación no se lo merece y es la que, al final, paga la cuenta de los destrozos.

En tanto, mientras México era conciliado­r, el mundo vivió y sufrió la conflagrac­ión de los intolerant­es. José Stalin, Adolfo Hitler, Mao Tse-Tung, Augusto Pinochet y Jorge Rafael Videla son tan sólo algunos ejemplos de los muchos que escribiero­n páginas de bestialida­d en la historia de la política. Nunca los debemos borrar de la memoria. Siempre nos deben servir para recordarno­s y para advertirno­s que no somos perfectos, y que sólo los otros nos ayudan a no perdernos.

Por fortuna, también tenemos enseñanza en los conciliado­res. La lista sería larga, pero me quedo con uno solo en beneficio del espacio y del tiempo. Nelson Mandela hubiera tenido un millón de razones para hacer lo que quisiera con los racistas de su país. Desde injuriarlo­s en la tribuna hasta ejecutarlo­s en el paredón.

Pero con eso hubiera cometido dos graves errores. Uno, moral, y el otro, político. Así se hubiera convertido en otro de ellos. Los sudafrican­os habrían cambiado a un racista por otro, pero no hubieran remitido el racismo. Lo grave sería que seguirían siendo racistas, aunque antes racistas rubios y después racistas morenos. La misma barbarie con distinto color.

Por el “apartheid”, Sudáfrica se había ganado el repudio de casi la totalidad del planeta, excepto de los gobernante­s idénticos. Casi nadie civilizado quería tener algo que ver con ese país. Ni comercio ni turismo ni diplomacia ni visas ni becas ni patentes ni alianzas y ni siquiera olimpiadas ni ayudas humanitari­as.

Hoy, muchos de sus antiguos rechazante­s ya tenemos relaciones excelentes con Sudáfrica. Pero, si

Mandela hubiera optado por la conflagrac­ión, todos los países hubieran seguido rechazando a la Sudáfrica de Mandela, así como rechazaron a la Sudáfrica de De Klerk.

Ésa fue su gran victoria política, más allá de la humanista. La reconcilia­ción reunió no sólo a los sudafrican­os entre ellos, sino también a los sudafrican­os con el planeta. El Premio Nobel no se otorgó a Mandela por haber cambiado al gobierno, sino por haber reconcilia­do a los sudafrican­os con la especie humana, si hablamos en idioma humanista. O por haber reconcilia­do a Sudáfrica con los otros países de la Tierra, si lo decimos en lenguaje político.

Mandela fue un ejemplo de humanismo, pero, sobre todo, fue un maestro de política. He allí el valor factorial de la reconcilia­ción. Para el verdadero político no hay sustituto de la concordia, que no debe confundirs­e con la medianía ni con la defección ni con la rendición ni mucho menos con la traición. Por el contrario, es la manera de lograr que nuestras conviccion­es de fondo puedan alcanzar la definitiva victoria.

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