La palabra es nuestra
En un instante llegamos a diciembre. Posadas, reuniones, los numerables brindis de fin de año: alegría, diversión, esperanza y confianza en el futuro. Los festejos habituales —de cada doce meses— para celebrar lo que hemos realizado juntos, en la última etapa de 2022: un ciclo en el que, si fuéramos realistas, no hemos logrado conseguir nada objetivo.
Un ciclo en el que no la hemos pasado bien, desde ninguna perspectiva. La innovación en política es inasible, aunque sus resultados podrían cuantificarse en un instante con los indicadores adecuados: las ideas pueden transformar el mundo, pero en nuestro país no han conseguido cambio alguno. La narrativa del mandatario ha surtido sus efectos, y chairos y fifís asumen gustosos el rol que les ha sido asignado desde la Presidencia de la República: en los hechos, el mandatario ha convertido la contienda política temporal en un juego de suma cero. Un juego que, en política, nadie puede ganar.
Un juego que, en la realidad, nadie está ganando. Ni siquiera el Presidente, pero mucho menos cualquiera de las corcholatas que anhelan ser elegidas por el autócrata en funciones; ni siquiera la oposición, pero mucho menos cualquiera de quienes están buscando la aprobación de un ente amorfo. La oposición es un concepto abstracto, que nuestro mandatario se ha esforzado en mantener acéfalo; el movimiento representado por el partido oficial, por su parte, es tan indefinido como quienes se le oponen. Un ente ilusorio, que en los hechos no es más que el resentimiento infundido por el titular del Ejecutivo: una opción política que ahora parece viable porque, simplemente, no existe ninguna otra que pueda hacerle sombra.
Ninguna otra. Lo que —hasta el momento— se considera como oposición no es más que el conjunto de quienes no están de acuerdo con el Presidente, una serie de grupúsculos con su propia agenda y sin mayor interés que demostrar que tenían la razón ante cualquiera de sus pares. Organizaciones de ciudadanos que han surgido, fruto de la desesperación, para tratar de ejercer un contrapeso tardío al autócrata en el poder: organizaciones sin mayor coordinación, ni experiencia, que la de cuatro años de frustraciones colectivas. México se quiere a sí mismo, pero no sabe cómo: los mexicanos queremos un país mejor en tanto comunidad, pero seguimos perdidos planteando soluciones en lo individual.
México es un país superior a nosotros mismos, sin embargo, y sobre todo a nuestra propia codicia: México es un país que se ha visto expuesto a riesgos infinitamente mayores —con dirigentes mucho más mediocres— y que ha sabido salir adelante. Lo que sufrimos ahora lo hemos vivido en el pasado, y los grupos que apoyan al López del presente en su momento hicieron lo mismo con el Portillo, el de Santa Anna, y muchos otros: la ignorancia es atrevida, pero el hambre y la ambición pueden convertirla en moneda de cambio para quien sea capaz de aprovecharla.
El año termina, pero el hambre sigue; las navidades llegan, y las sillas vacías nos recordarán a los ausentes. El Presidente triunfa, mientras el país se aproxima a la desgracia: la política es el único medio, pero primero hay que volver a creer en ella. En política nadie gana ni nadie pierde, en tanto se trata del arte de lograr acuerdos: la política, en consecuencia, no puede tratarse del esfuerzo para lograr la voluntad de una sola persona. La política nos atañe a todos, en tanto hemos decidido vivir en democracia: la política, en consecuencia, debería ser el arte de vivir en sociedad.
El año termina, y en realidad no hemos logrado nada nuevo. Hicimos una marcha, y nos emocionamos: el Presidente hizo la suya, y no supimos cómo responder. El año se acaba, y el mandatario recuperó la mano que creímos nuestra por un instante: la oposición sigue creando hashtags, mientras que el gobierno reparte dinero.