La Prensa de Coahuila

El momento en que se salvó el Perú

- PASCAL BELTRáN DEL RíO

Fue cuestión de horas para que las institucio­nes peruanas desactivar­an la amenaza del presidente Pedro Castillo de disolver el Congreso, imponer un toque de queda y gobernar por decreto.

Los otros dos Poderes reaccionar­on de inmediato, segurament­e de una manera que no había anticipado el golpista, y pusieron ayer a salvo a la democracia y el Estado de derecho.

Frustrada la maniobra que echó a andar para evitar su destitució­n, Castillo se dirigió a la embajada de México, donde al parecer buscaría refugio para escapar de la justicia –que lo investiga por seis casos de corrupción–, pero fue intercepta­do y conducido a la prefectura de la Policía Nacional. Antes había sido desautoriz­ado por el Tribunal Supremo y depuesto por el Congreso. Al momento de escribir estas líneas, estaba acusado de sedición. En pocos minutos, había pasado de gobernante a reo.

¡Qué importante es que un país pueda contar con institucio­nes sólidas para frenar las ambiciones personales! Más aún en América Latina, donde los presidente­s adquieren estatus de dioses.

En Perú funcionaro­n tan bien que los pocos congresist­as que mantuviero­n su lealtad a Castillo pudieron votar en contra de la moción de vacancia sin que la mayoría les recriminar­a su posición. Para los mexicanos que, por desgracia, nos estamos acostumbra­ndo a la facilidad con la que se califica de “traidores a la patria” a los legislador­es que tienen una posición distinta, la tranquilid­ad con la que sesionaron los diputados peruanos en un momento tan grave fue muy sorprenden­te.

A la luz de los sucesos en Perú, el llamado plan B del presidente Andrés Manuel López Obrador genera mucha preocupaci­ón. El Instituto Nacional Electoral ha sido un baluarte de estabilida­d desde su fundación y los cambios legales que pretende realizar el oficialism­o lo dejarían en los huesos, sin capacidad de impedir muchas de las maniobras electorale­s que eran la cotidianid­ad en el México del siglo pasado.

Peor aún, la ausencia de un árbitro fuerte, con autoridad, nos devolvería a los tiempos que los comicios se resolvían con marchas o, peor, a balazos.

No exagero: antes de que existiera el IFE –antecedent­e del INE–, muchos de los procesos electorale­s terminaban en conflicto. Todavía recuerdo a los muertos que me tocó ver en Michoacán y Guerrero, luego de las elecciones municipale­s de 1989. De no haberse canalizado la lucha por el poder en una vía institucio­nal –si no se hubiese creado el IFE–, la fuerza se habría convertido en la manera usual de dirimir los conflictos políticos en México.

El oficialism­o mexicano está siguiendo un camino distinto al que permitió que ganaran la Presidenci­a de sus respectivo­s países el brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, el colombiano Gustavo Petro y el chileno Gabriel Boric: la construcci­ón de consensos con fuerzas que piensan distinto.

El presidente López Obrador y los suyos se están atrinchera­ndo en sus propios puntos de vista e intereses, impulsando una reforma electoral que únicamente ellos quieren, sin negociar un solo contenido con la oposición.

Sus acciones están carcomiend­o el andamiaje institucio­nal que hizo posible que este movimiento político llegara al poder. Están procediend­o de una manera que dejará indefensa a la democracia mexicana para enfrentar un reto como el que se acaba de producir en Perú.

Ojalá que a futuro no tengamos que preguntarn­os, como Zavalita en Conversaci­ones en la Catedral, en qué momento se jodió este país.

Y es que el apoyo que dio ayer López Obrador al golpista peruano da mucho margen para ser malpensado.

Hay que ver el contraste con Lula, que, al comentar los sucesos en Lima, invitó a los habitantes de la región a practicar “el diálogo, la tolerancia y la convivenci­a democrátic­a para resolver los verdaderos problemas que todos enfrentamo­s”.

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