La caída de Castillo, el apoyo de AMLO
El loco viaje por la presidencia de Pedro Castillo en Perú terminó en unas no menos locas cinco horas en las cuales, el ahora expresidente, disolvió el Congreso, declaró el Estado de excepción y el toque de queda, ordenó reorganizar el Poder Judicial e informó que gobernaría por decreto. Todo, en medio de una larga diatriba contra los medios.
Quiso, así, evitar la votación de juicio político (la tercera) en el Congreso, acusado de múltiples delitos de corrupción, en un esquema en el que participaban su esposa, su ahijada, sus hermanos y algunos funcionarios de su gobierno, varios de ellos convertidos en testigos de la fiscalía. Castillo ya no tenía apoyo de nadie, ni de su partido. Intentó un autogolpe de Estado, similar al que, en el pasado, realizó Alberto Fujimori, con la diferencia de que los mandos militares y policiales decidieron hacer respetar la Constitución.
El Congreso se reunió, lo destituyó, le dio posesión a su vicepresidenta, Dina Boluarte, y fue la propia custodia de Castillo la que lo detuvo, poco antes de llegar a la embajada de México, en Lima, donde pensaba pedir asilo, según le había informado al propio presidente López Obrador, con quien habló minutos antes de anunciar su intento de autogolpe de Estado.
Castillo llegó a la presidencia por una de esas malas casualidades históricas que siempre terminan siendo tan costosas para los pueblos. Perú llevaba cinco presidentes en cinco años, todos acusados de corrupción, uno de ellos, Alan García, decidió suicidarse cuando le fue informado que sería detenido. Hubo desde liberales y reconocidos economistas hasta exmilitares de izquierda. Todos fracasaron, pero, otra paradoja del destino, la economía funcionó muy bien, por lo menos hasta que se declaró la pandemia.
Había sido elegido porque, ante el escenario anterior, la política estaba muy fraccionada, desde la derecha hasta la izquierda. Pero entonces apareció la hija de Fujimori, Keiko, nuevamente como candidata y se llevó la primera ronda electoral. Nadie lo esperaba, pero un desconocido Pedro Castillo, que casi no había hecho campaña, que se apoyaba en un pequeño partido prosoviético, cuyo líder no podía ser candidato porque estaba impedido por delitos de corrupción, surgió.
Lo cierto es que, ante la pulverización del voto, el que quedó en segundo lugar fue Castillo, que terminó ganándole a la hija de Fujimori (que hoy está en la misma prisión a la que fue llevado Castillo) porque las heridas que dejó su gobierno aún están demasiado frescas, aunque hayan pasado tres décadas. Y Castillo, para sorpresa de propios y extraños, el candidato marginal, del que los medios no tenían ni siquiera un buen perfil cuando entró a la segunda vuelta, ganó.
El gobierno de Castillo fue un desastre desde sus primeros días. Antes del autogolpe de Estado había designado cinco gabinetes y reemplazado y vuelto a reemplazar a más de 80 altos miembros del gobierno, incluyendo cinco primeros ministros. No tardó ni quince días en confrontarse con el Congreso (edificio que conoció el día que fue a tomar posesión), donde tenía una fracción parlamentaria pequeña y ultra; con el Poder Judicial, por desconocer las leyes y como vimos con su propio equipo. Cuando quiso ser el protagonista con el autogolpe que le aconsejaron un par de dirigentes de su partido ultra fue destituido por casi todos los legisladores, votaron por ello 101 de los 130 legisladores, sólo nueve lo apoyaron y diez se abstuvieron.
La nueva vicepresidenta, Dina Boluarte, que rechazó el autogolpe, fue votada por la misma mayoría. Inició su mandato llamando a una “tregua” al Congreso y a construir “un gobierno de unidad nacional”. No se sabe si contará con los apoyos necesarios para formar un gobierno estable, porque no tiene ningún grupo parlamentario propio.
El único presidente de una democracia americana que apoyó explícitamente a Castillo ha sido López Obrador, y nuestro gobierno le ha ofrecido asilo. El apoyo está muy mal, el asilo forma parte de una de las mejores políticas de nuestra historia, que se pone en entredicho con ese apoyo, porque aquí el golpista es Castillo, no el Congreso ni el resto de las instituciones de ese país.
Se podrá argumentar que todo eso tiene relación con la llamada política de no intervención, pero ese mismo razonamiento se descalifica con la propia intervención de México en Perú, apoyando al presidente Castillo o con el apoyo a Cristina Fernández ante la condena que le fue impuesta por la justicia argentina. Incluso con la actuación en Bolivia, cuando fue destituido Evo Morales; se apoyó a Gabriel Boric en Chile y a Gustavo Petro en Colombia. No digo que todo esto sea necesariamente malo, pero entonces que no se invoque la no intervención.
México ejerció la Doctrina Estrada, útil, sobre todo en tiempos de la Guerra Fría, cuando quiso y cuando convino y, cuando no, simplemente la desechó. El presidente López Obrador también es muy selectivo en la aplicación de la misma. Pide respeto a los derechos humanos en Perú, lo que está muy bien, aunque nadie ha dicho que se estén violando con la caída de Castillo (ayer fue un día absolutamente pacífico en ese país), pero no demanda lo mismo en Cuba, Venezuela o Nicaragua, incluso en los momentos de máxima represión, como ha ocurrido en esos tres países en lo que llevamos de esta administración.