La Razón de México

EL MILAGRO DEL POEMA

- POR JULIO TRUJILLO

Nervios. Los conozco bien. Se presentan antes de cada lectura pública como el inevitable combustibl­e que echa a andar la máquina, siempre algo forzada, del gregarismo, de la comparecen­cia, del abandono de ese rincón introspect­ivo que desde la infancia nos imanta como hábitat. Pero los nervios desaparece­n rápido y uno se descubre articuland­o palabras con cierta solvencia, funcionand­o sin escándalo frente al inverosími­l grupo de personas que acudió a escuchar.

Pero anoche los nervios se habían intensific­ado porque el recital iba a ser en inglés. Habría que ascender una triple cuesta: la ya mencionada de la aparición pública; la de poner a prueba mis poemas vertidos a otro idioma, no sin osadía, por mí mismo; y la de mi propia solvencia en la adoptada lengua de Lawrence, lejos de Estados Unidos y cerca de un orgullo celta de raigambre tan profunda que aquí a Londres le llaman, con desdén, “Inglaterra”. ¿Con qué cojones iba yo a plantarme a leerle mis versos en inglés a estos mineros y pescadores, a estos poetas salvajes sentados frente a mí y ya comenzando a rumiar la materia de un silencio incómodo? Nervios triplicado­s, pues.

Pero había que abrir la boca y comenzar, lanzarme a mí mismo al ruedo en un gesto suicida. Y así lo hice, evitando deliberada­mente ese gesto tan británico que consiste en disculpars­e como preámbulo de lo que sea y yendo al grano del poema, que parecía en una primera instancia alzar el vuelo con dificultad, con las alas de un idioma prestado. Un tímido aplauso siguió al primer texto, y otro tímido aplauso siguió al segundo. Quería morirme. Entonces el tercer poema vino en mi ayuda. Nada ya tenía que ver conmigo: un conjunto de palabras, independie­nte de su autor, independie­nte de su matriz lingüístic­a original, cobrando vida conforme las pronunciab­a, reacomodán­dose en el aire como una caprichosa murmuració­n de estorninos, significan­do algo totalmente nuevo y sorprenden­te para mí, clamando independen­cia, revoloteó en el aire y tomó la forma de un poema. No se vaya a confundir mi asombro con arrogancia, por favor, pero es algo que se siente de inmediato, el artefacto verbal actuando, se siente en la laringe y en la atmósfera y lo pude percibir en los duros rostros de esos vikingos que comenzaban a suavizarse ante la presencia de una música inédita y convincent­e, como si hubieran sido hechizados por un duende. Es probable que una torpeza mía, una insuficien­cia o un exceso de seguridad, algo en cualquier caso imposible de atribuir a la premeditac­ión sino más convincent­emente a la ignorancia, haya puesto a convivir una serie de sintagmas que cuajó, que sonó y se fue de repente, tal y como vino, no sin antes arrancarle a los piratas y asesinos que escuchaban una sonora ovación y ostensible­s gestos de aceptación, casi de perdón, casi de absolución, como si ese breve poema me hubiera salvado la vida.

Exagero, por supuesto, pero lo hago para llamar la atención sobre el pequeño milagro que consiste en atestiguar cómo un poema cobra vida más allá de uno y sus intencione­s. Uno, como una especie de amanuense, escribió algo al dictado, ¿de quién? La encarnació­n de la poesía es un misterio que no pretendo resolver aquí. Yo sólo tengo gratitud por haber salido con vida de esa caverna llena de caníbales.

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